miércoles, 29 de enero de 2014

La mosca, cuento folclòrico de Vietman. Autor: Mai Vo-Dinh. Versiòn: Sergio Nùñez Guzmàn.




LA MOSCA
CUENTO FOLCLÓRICO DE VIETMAN
Mai Vo-Dinh
Versión:  Sergio Núñez Guzmán.

      Todos en el pueblo conocían al usurero, un hombre rico e inteligente, que había acumulado una gran fortuna a través de los años, se estableció para una vida de placer en una gran casa rodeada por un inmenso jardín y custodiada por una jauría de feroces perros. Pero aún no satisfecho con lo que había adquirido, el hombre siguió haciendo dinero prestándolo a la gente de toda la provincia a exorbitantes tasas de interés. El usurero reinaba con supremacía en el área, ya que muchos estaban en deuda con él.
   Un día, el usurero salió a casa de uno de sus deudores. A pesar de repetidos recordatorios, el pobre campesino no podía pagar su vieja deuda, pues trabajando hasta el exceso escasamente tenía éxito en ganar lo suficiente para medio comer. El prestamista estaba dispuesto a que si no podía obtener su dinero, procedería a confiscar las pertenencias más valiosas de su deudor. Pero el rico no encontró a nadie en la casa del campesino, sino a un muchachito de ocho o nueve años que jugaba solo en el sucio patio.
   -Niño, ¿Están tus padres en casa? Preguntó el rico.
   -No, señor. Contestó el niño, y siguió jugando con sus palos y piedras, sin poner atención al hombre.
   -Entonces, ¿dónde están? preguntó el rico, algo irritado, pero el niño siguió jugando y no respondió.
   Cuando el rico repitió su pregunta, levantó los ojos y contestó con deliberada lentitud, -bueno, señor, mi padre ha ido a cortar árboles vivos y a plantar árboles muertos y mi madre está en el mercado vendiendo viento y comprando la luna.
   -¿Qué? ¿De qué diablos estás hablando?, el rico ordenó. -Rápido ¿dime dónde están? o verás lo que este bastón te puede hacer. El palo de bambú en las manos de aquel enorme hombre en verdad se veía amenazante.
   Sin embargo, después de repetidas preguntas, el muchacho sólo daba la misma respuesta. Exasperado, el usurero le dijo "muy bien, pequeño demonio, escúchame: vine hoy aquí a cobrar el dinero que tus padres me deben, pero si me dices dónde están realmente y qué están haciendo, olvidaré todo lo relativo a la deuda; me entiendes".
   -¡Oh! señor, ¿por qué bromeas con un pobre muchacho?, ¿esperas que te crea lo que dices? Por primera vez el muchacho parecía interesado.
   -Bien, hay cielo y hay tierra para atestiguar mi promesa, dijo el usurero, apuntando al cielo y al piso.
   Pero el muchacho sólo rio. -Señor, el cielo y la tierra no pueden hablar y por lo tanto no pueden atestiguar. Deseo algo vivo para que sea nuestro testigo.
   Atrapada la mirada por una mosca, que se posaba sobre una vara de bambú cercana, y riéndose por dentro porque estaba engañando al muchacho, el rico propuso "ahí está una mosca, puede ser nuestro testigo. Ahora, apúrate y dime qué significas cuando dices que tu padre está afuera cortando árboles vivos y plantando árboles muertos, en tanto que tu madre está en el mercado vendiendo el viento y comprando  luna.
   El muchacho dijo, viendo a la mosca sobre la vara de bambú, "una mosca es un buen y suficiente testigo para mí. Bien, esto es señor. Mi padre simplemente fue a cortar bambúes y a hacer una cerca con ellos para un hombre cerca del río. Y mi madre... Oh, señor, ¿respetarás tu promesa, verdad? ¿Perdonarás todas las deudas de mis padres? ¿En realidad eso prometiste?
       -Sí, sí, lo juro solemnemente por la mosca que aquí está. El rico urgió al muchacho que continuara.
   -Bueno, mi madre, ella fue al mercado a vender abanicos y así ella puede comprar aceite para nuestras lámparas. ¿Acaso esto no significa vender viento para comprar  luna?
   Meneando la cabeza, el rico tuvo que admitir hacia sus adentros que el muchacho era muy listo. Sin embargo, pensó que el pequeño genio aún tenía mucho que aprender, creyendo, como lo hizo, que una mosca podría ser un testigo para cualquiera. Dando al muchacho el adiós, el hombre le dijo que pronto volvería para hacer honor a su promesa.
   Pasaron algunos días cuando el prestamista volvió. Esta vez encontró a los pobres campesinos en su casa ya que casi era el anochecer. Una odiosa escena sobrevino, el rico exigió su dinero y el pobre campesino se disculpaba y pedía otro plazo. La discusión despertó al muchacho que corrió hacia su padre y le dijo: "papá, papá, no tienes que pagar tu deuda. Este caballero aquí me prometió que olvidaría todo el dinero que le debes".
  -Tonterías. El rico amenazó con su bastón al padre y al hijo. Tonterías, ¿vas a quedarte ahí a escuchar las invenciones del chavito? Yo nunca le dije una palabra a este muchacho. ¿Dime, ahora, me vas a pagar o no?.

   Todo el asunto terminó al ser llevado ante el mandarín que gobernaba la provincia. Sin saber qué creer, todo lo que podían hacer el campesino y su esposa era traer a su hijo con ellos cuando fueron a la corte. La insistencia del niño sobre la promesa del prestamista era lo único que los alentaba.
   El mandarín empezó por pedirle al niño que relatara exactamente lo que había sucedido entre él y el prestamista. Felizmente el muchacho se apresuró a contar las explicaciones que le había dado al rico a cambio de su deuda.
   -Bueno, dijo el mandarín al muchacho, "si este hombre, que está aquí, en verdad te ha hacho tal promesa, sólo tenemos tu palabra. ¿Cómo sabemos que no ha sido invención tuya todo este cuento? En un caso como éste, necesito un testigo para confirmarlo y tú no lo tienes". El muchacho permanecía calmado y declaró que naturalmente había un testigo de la conversación.
   -¿Quién es, niño? Preguntó el mandarín.
   -Una mosca, Su Señoría.
  -¿Una mosca? ¿Qué quieres decir, una mosca? Cuidado jovencito, las fantasías no se toleran en esta corte, la cara benevolente del mandarín repentinamente adquirió rasgos de severidad.
   -Sí, Su Señoría, una mosca. Una mosca que se posó en la nariz del caballero. El muchacho saltó de su asiento.
   -Diablillo insolente, eso es una sarta de mentiras. El rico indignamente estalló con su cara como un jitomate maduro. La mosca no estaba en mi nariz, estaba en una vara de bambú... pero se detuvo sin vida. Sin embargo, era demasiado tarde.
   El mismo mandarín reventaba de la risa. Entonces los espectadores comenzaron a carcajearse, y los padres del muchacho también, aunque tímidamente, rieron. El muchacho y el mismo rico también rieron. Con una mano en su estómago, el mandarín agitó su otra mano en dirección al prestamista:
   -Bien, bien, ahora que todo está asentado. En verdad hiciste la promesa, estimado señor, al niño. Vara de bambú o no, la conversación, después de todo, sí ocurrió. La corte declara que debes mantener tu promesa.
   Y aún muriéndose de risa, despidió a todos.

 
  
THE  FLY
from Vietnam

MAI   VO-DINH


"'...my father has gone to cut living trees and plant dead
ones and my mother is at the market place selling the wind
and buying the moon.'"


Everyone in the village knew the usurrer, a rich and smart man. Having accumulated a fortune over the years, he settled down to a life of leisure in his big house surrounded by an immense garden and guarded by a pack of ferocious dogs. But still unsatified with what he had acquired, the man went on making money by lending it to people all over the country at exorbitant rates. The usurer reigned supreme in the area, for numerous were those who were in debt to him.
One day, the rich man set out for the house of one of his peasants. Despite repeated reminders, the poor laborer just could not manage to pay off his long-standing debt. Working himself to a shadow, the peasant barely succeeded in making ends meet. The moneylender was therefore determined that if he could not get his money back this time, he would proceed to confiscate some of his debtor's most valuable belongings. But the rich man found no one at the peasant's house but a small boy of eight or nine playing alone in the dirt yard.
"Child, are your parents home?" the rich man asked.
"No, sir," the boy replied, then went on playing with his sticks and stones, paying no attention whatever to the man.
"Then, where are they?" the rich man asked, somewhat irritated, but the little boy went on playing and did not answer.
When the rich man repeated his query, the boy looked up and answered, with deliberate slowness, "Well, sir, my father has gone to cut living trees and plant dead ones and my mother is at the market place selling the wind and buying the moon."
"What? What in heaven are you talking about?" the rich man commanded. "Quick, tell me where they are, or you will see what this stick can do to you!" The bamboo walking stick in the big man's hand looked indeed menacing.
After repeated questioning, however, the boy only gave the same reply. Exasperated, the rich man told him, "All right, little devil, listen to me! I came here today to take the money your parents owe me. But if you tell me where they really are and what they are doing, I will forget all about the debt. Is that clear to you?"
"Oh, sir, why are you joking with a poor little boy? Do you expect me to believe what you are saying?" For the first time the boy looked interested.
"Well, there is heaven and there is earth to witness my promise," the rich man said, pointing up to the sky and down to the ground.
But the boy only laughed. "Sir, heaven and earth cannot talk and therefore cannot testify. I want some living thing to be our witness."
Catching sight of a fly alighting on a bamboo pole nearby, and laughing inside because he was fooling the boy, the rich man proposed, "There is a fly. He can be our witness. Now, hurry and tell me  what you mean when you say that your father is out cutting living trees and planting dead ones, while your mother is at the market selling the wind and buying the moon:"
Looking at the fly on the pole, the boy said, "A fly is a good enough witness for me. Well, here it is, sir. My father has simply gone to cut down bamboos and make a fence with them for a man near the river. And my mother... oh, sir, you'll keep your promise, won't you? You will free my parents of all their debts? You really mean it?"
"Yes, yes, I do solemnly swear in front of this fly here." The rich man urged the boy to go on.
"Well, my mother, she has gone to the marked to sell fans so she can buy oil for our lamps. Isn't that what you would call selling the wind to buy the moon?"
Shaking his head, the rich man had to admit inwardly that the boy was a clever one. However, he thought, the little genius still had much to learn, believing as he did that a fly could be a witness for anybody. Bidding the boy good-by, the man told him that he would soon return to make good his promise.

A few days had passed when the moneylender returned. This time he found the poor peasant couple at home, for it was late in the evening. A nasty scene ensued, the rich man claiming his money and the poor peasant apologizing and begging for another delay. Their argument awakened the little boy who ran to his father and told him, "Father, father, you don't have to pay your debt. This gentleman here has promised me that he would forget all about the money you owe him."
"Nonsense," the rich man shook his walking stick at both father and son. "Nonsense, are you going to stand there and listen to a child's inventions? I never spoke a word to this boy. Now, tell me, are you going to pay or are you not?"
The whole affair ended by being brought before the mandarin who governed the county. Not knowing what to believe, all the poor peasant and his wife could do was to bring their son with them when they went to court. The little boy's insistence about the rich man's promise was their only encouragement.
The mandarin began by asking the boy to relate exactly what had happened between himself and the moneylender happily, the boy hastened to tell about the explanations he gave the rich man in exchange for the debt.
"Well," the mandarin said to the boy, "if this man here has indeed made such a promise, we have only your word for it. How do we know that you have not invented the whole story yourself? In a case such as this, you need a witness to confirm it, and you have none". The boy remained calm and declared that naturally there was a witness to their conversation.
"Who is that, child?" the mandarin asked.
"A fly, Your Honor."
"A fly? What do you mean, a fly? Watch out, young man, fantasies are not to be tolerated in this place!" The mandarin's benevolent face suddenly became stern.
"Yes, Your Honor, a fly. A fly which was alighting on this gentleman's nose!" The boy leapt from his seat.
"Insolent little devil, that's a pack of lies!" The rich man roared indignantly, his face like a ripe tomato. The fly was not on my nose; he was on the housepole..." But he stopped dead. It was, however, too late.
The majestic mandarin himself could not help bursting out laughing. Then the audience burst out laughing. The boy's parents too, although timidly, laughed. And the boy, and the rich man himself, also laughed. With one hand on his stomach, the mandarin waved the other hand toward the rich man:
"Now, now, that's all settled. You have indeed made your promises, dear sir, to the child. Housepole or no housepole, your conversation did happen after all! The court says you must keep your promise."
And still chuckling, he dismissed all parties.                                                           




Zlateh la cabra. Autor: Isaac Bashevis Singer. Traductor: Sergio Nùñez Guzmàn.



Zlateh the Goat

Isaac Bashevis Singer

“Aaron. . . knew that if they did not find shelter they would freeze to death.”

            At Hanukkah time the road from the village to the town is usually covered with snow, but this year the winter had been a mild one. Hanukkah had almost come, yet little snow had fallen. The sun shone most of the time. The peasants complained that because of the dry weather there would be a poor harvest of winter grain. New grass sprouted, and the peasants sent their cattle out to pasture.
            For Reuven the furrier it was a bad year, and after long hesitation he decided to sell Zlateh the goat. She was old and gave little milk. Feivel the town butcher had offered eight gulden for her. Such a sum would buy Hanukkah candles, potatoes and oil for pancakes, gifts for the children, and other holiday necessaries for the house. Reuven told his oldest boy Aaron to take the goat to town.
            Aaron understood what taking the goat to Feivel meant, but had to obey his father. Leah, his mother, wiped the tears from her eyes when she heard the news. Aaron’s younger sisters, Anna and Miriam, cried loudly. Aaron put on his quilted jacket and a cap with earmuffs, bound a rope around Zlateh’s neck, and took along two slices of bread with cheese to eat on the road. Aaron was supposed to deliver the goat by evening, spend the night at the butcher’s, and return the next day with the money.
            While the family said gookby to the goat, and Aaron placed the rope around her neck, Zlateh stood as patiently and good-naturedly as ever. She licked Reuven’s hand. She shook her small white beard. Zlateh trusted human beings. She knew that they always fed her and never did her any harm.
            When Aaron brought her out on the road to town, she seemed somewhat astonished. She’d never been led in that direction before. She looked back at him questioningly, as if to say, “Where are you taking me?” But after a while she seemed to come to the conclusion that a goat shouldn’t ask questions. Still, the road was different. They passed new fields, pastures, and huts with thatched roofs. Here and there a dog barked and came running after them, but Aaron chased it away with his stick.
            The sun was shining when Aaron left the village. Suddenly the weather changed. A large black cloud with a bluish center appeared in the east and spread itself rapidly over the sky. A cold wind blew in with it. The crows flew low, croaking. At first it looked as if it would rain, but instead it began to hail as in summer. It was early in the day, but it became dark as dusk. After a while the hail turned to snow.
            In his twelve years Aaron has seen all kinds of weather, but he had never experienced a snow like this one. It was so dense it shut out the light of the day. In a short time their path was completely covered. The wind became as cold as ice. The road to town was narrow and winding. Aaron no longer knew where he was. He could not see through the snow. The cold soon penetrated his quilted jacket.
            At first Zlateh didn’t seem to mind the change in weather. She, too, was twelve years old and knew what winter meant. But when her legs sank deeper and deeper into the snow, she began to turn her head and look at Aaron in wonderment. Her mild eyes seemed to ask, “¿Why are we out in such a storm?” Aaron hoped that a peasant would come along with his cart, but no one passed by.
            The snow grew thicker, falling to the ground in large, whirling flakes. Beneath it Aaron’s boots touched the softness of plowed field. He realized that he was no longer on the road. He had gone astray. He could no longer figure out which was east or west, which way was the village, the town. The wind whistled, howled, whirled the snow about in eddies. It looked as if white imps were playing tag on the fields. A white dust rose above the ground. Zlateh stopped. She could walk no longer. Stubbornly she anchored her cleft hooves in the earth and bleated as if pleading to be taken home. Icicles hung from her white beard, and her horns were glazed with frost.
            Aaron did not want to admit the danger, but he knew just the same that if they did not find shelter they would freeze to death. This was no ordinary storm. It was a mighty blizzard. The snow had reached his knees. His hands were numb, and he could no longer feel his toes. He choked when he breathed. His nose felt like wood, and he rubbed it with snow. Zlateh’s bleating began to sound like crying. Those humans in whom she had so much confidence had dragged her into a trap. Aaron began to pray to God for himself and for the innocent animal.
            Suddenly he made out the shape of a hill. He wondered what it could be. ¿Who had piled snow into such a huge heap? He moved toward it, dragging Zlateh after him. When he came near it, he realized that it was a large haystack which the snow had blanketed.
            Aaron realized immediately that they were saved. With great effort he dug his way through the snow. He was a village boy and knew what to do. When he reached the hay, he hollowed out a nest for himself and the goat. No matter how cold it may be outside, in the hay it is always warm. And hay was food for Zlateh. The moment she smelled it she became contented and began to eat. Outside, the snow continued to fall. It quickly covered the passageway Aaron had dug. But a boy and an animal need to breathe, and there was hardly any air in their hideout. Aaron bored a kind of a window through the hay and snow and carefully kept the passage clear.
            Zlateh, having eaten her fill, sat down on her hind legs and seemed to have regained her confidence in man. Aaron ate his slices of bread and cheese, but after the difficult journey he was still hungry. He looked at Zlateh and noticed her udders were full. He lay down next to her, placing himself so that when he milked her he could squirt the milk into his mouth. It was rich and sweet. Zlateh was not accustomed to being milked that way, but she did not resist. On the contrary, she seemed eager to reward Aaron for bringing her to a shelter whose very walls, floor, and ceiling were made of food.
            Through the window Aaron could catch a glimpse of the chaos outside. The wind carried before it whole drifts of snow. It was completely dark, and he did not know whether night had already come or whether it was the darkness of the storm. Thank God that in the hay it was not cold. The dried hay, grass, and field flowers exuded the warmth of the summer sun. Zlateh ate frequently: she nibbled from above, below, from the left and right. Her body gave forth an animal warmth, and Aaron cuddled up to her. He had always loved Zlateh, but now she was like a sister. He was alone, cut off from his family, and wanted to talk. He began to talk to Zlateh. “Zlateh, what do you think about what has happened to us?” he asked.
            “Maaa,” Zlateh answered.
            “If we hadn’t found this stack of hay, we would both be frozen stiff by now.” Aaron said.
            “Maaa,” was the goat’s reply.
            “If the snow keeps on falling like this, we may have to stay here for days,” Aaron explained.
            “Maaa,” Zlateh bleated.
            “What does ‘maaa’ mean?” Aaron asked. “You’d better speak up clearly.”
            “Maaa, maaa,” Zlateh tried.
            “Well, let it be ‘maaa’ then,” Aaron said patiently. “You can’t speak, but I know you understand. I need you and you need me. Isn’t that right?”
            “Maaaa.”
             Aaron became sleepy. He made a pillow out of some hay, leaned his head on it, and dozed off. Zlateh, too, fell asleep.
            When Aaron opened his eyes, he didn’t know whether it was morning or night. The snow had blocked up his window. He tried to clear it, but when he had bored through to the length of his arm, he still hadn’t reached the outside. Luckily he had his stick with him and was able to break through to the open air. It was still dark outside. The snow continued to fall and the wind wailed, first with one voice and then with many. Sometimes it had the sound of devilish laughter. Zlateh, too, awoke, and when Aaron greeted her, she answered, “Maaa.” Yes, Zlateh’s language consisted of only one word, but it meant many things. Now she was saying, “We must accept all that God gives us-heat, cold, hunger, satisfaction, light, and darkness.”
            Aaron had awakened hungry. He had eaten his food, but Zlateh had plenty of milk.
            For three days Aaron and Zlateh stayed in the haystack. Aaron had always loved Zlateh, but in these three days he loved her more and more. She fed him with her milk and helped him keep warm. She comforted him with her patience. He told her many stories, and she always cocked her ears and listened. When he patted her, she licked his hand and his face. Then she said, “Maaaa,” and he knew it meant. I love you, too.
            The snow fell for three days, though after the first day it was not as thick and the wind quieted down. Sometimes Aaron felt that there could never have been a summer, that the snow had always fallen, ever since he could remember. He, Aaron, never had a father or mother or sisters. He was a snow child, born of the snow, and so was Zlateh. It was so quiet in the hay that his ears rang in the stillness. Aaron and Zlateh slept all night and a good part of the day. As for Aaron’s dreams, they were all about warm weather. He dreamed of green fields, trees covered with blossoms, clear brooks, and singing birds. By the third night the snow had stopped, but Aaron did not dare to find his way home in the darkness. The sky became clear and the moon shone, casting silvery nets on the snow. Aaron dug his way out and looked at the world. It was all white, quiet, dreaming dreams of heavenly splendor. The stars were large and close. The moon swam in the sky as in a sea.
            On the morning of the fourth day Aaron heard the ringing of sleigh bells. The haystack was not far from the road. The peasant who drove the sleigh pointed out the way to him-not to the town and Feivel the butcher, but home to the village. Aaron had decided in the haystack that he would never part with Zlateh.
            Aaron’s family and their neighbors had searched for the boy and the goat but had found no trace of them during the storm. They feared they were lost. Aaron’s mother and sisters cried for him; his father remained silent and gloomy. Suddenly one of the neighbors came running to their house with the news that Aaron and Zlateh were coming up the road.
            There was great joy in the family. Aaron told them how he had found the stack of hay and how Zlateh had fed him with her milk. Aaron’s sisters kissed and hugged Zlateh and gave her a special treat of chopped carrots and potato peels, which Zlateh gobbled up hungrily.
            Nobody ever again thought of selling Zlateh, and now that the cold weather had finally set in, the villagers needed the services of Reuven the furrier once more. When Hanukkah came, Aaron’s mother was able to fry pancakes every evening, and Zlateh got her portion, too. Even though Zlateh had her own pen, she often came to the kitchen, knocking on the door with her horns to indicate that she was ready to visit, and she was always admitted. In the evening Aaron, Miriam, and Anna played dreidel. Zlateh sat near the stove watching the children and the flickering of the Hanukkah candles.
            Once in a while Aaron would ask her, “Zlateh, do you remember the three days we spent together?”
            And Zlateh would scratch her neck with a horn, shake her white bearded head, and come out with the single sound which expressed all her thoughts, and all her love.

 

Zlateh la cabra
Autor Isaac Bashevis Singer
Traductor Sergio Núñez Guzmán

“Aaron . . . sabía que si no encontraban refugio se congelarían hasta morir.”

            En la temporada del festival judío celebrado, por ocho días, a comienzos del invierno, el camino del poblado al pueblo normalmente se cubría de nieve, pero, en ese año, el invierno había estado templado. El festival judío casi había llegado; sin embargo, poca nieve había caído. El sol brillaba más por esos días. Los campesinos por eso se quejaban, porque por el viento seco habría una cosecha pobre de cereales invernales. Nuevos pastos brotaban y los campesinos sacaban su ganado a pastar.
            Para Reuven, el peletero, era un mal año y después de dudar mucho decidió vender a Zlateh, la cabra. Era vieja y daba poca leche. Feibel, el canicero del pueblo cercano había ofrecido ocho monedas por la cabra, con aquella suma compraría velas para el festival, papas y aceite para las rosquillas, regalos para los niños y lo necesario para la fiesta y para la casa. Reuven dijo a su hijo mayor, Aaron, que llevara la cabra al pueblo.
            Aaron comprendió lo que significaba llevarle la cabra a Feivel, pero tenía que obedecer a su papá. Lea, su madre, secó las lágrimas de sus ojos cuando escuchó la noticia. Las hermanas más jóvenes de Aarón: Anna y Miriam lloraron con mucho ruido. Aarón se puso su chamarra acolchonada y una gorra con orejeras, ató una cuerda alrededor del cuello de Zlateh y se llevó dos rebanadas de pan con queso para comer en el camino. Se suponía que Aarón entregaría la cabra por la tarde y pasaría la noche en casa del carnicero y regresaría al día siguiente con el dinero.
            En tanto la familia decía adiós a la cabra y Aaron le colocaba una cuerda alrededor del cuello, Zlateh permanecía tan paciente y tranquila como siempre. Lamía la mano de Reuven y sacudía su pequeña barba blanca. Zlateh confiaba en los seres humanos, sabía que siempre la alimentaban y nunca le hicieron ningún daño.
            Cuando Aaron la llevó al camino para el pueblo, parecía algo asombrada, nunca antes había sido conducida en aquella dirección. Zlateh interrogante lo miraba, como si le dijera: “¿A dónde me llevas?” Pero después de un momento, parecía llegar a la conclusión de que una cabra no preguntaría esas cosas; aunque el camino era diferente, atravesaron nuevos terrenos cultivados, pasturas y cabañas con techos de paja. Aquí y allá un perro ladraba y venía corriendo detrás de ellos, pero Aarón los alejaba con su garrote.
            El sol estaba  brillando cuando Aarón dejó el poblado. Repentinamente el tiempo cambio. Una gran nube negra con un centro azulado apareció en el este y se extendió rápidamente en el cielo. Un viento frío llegó inesperadamente con la nube. Los cuervos volaron bajo, graznando. Al principio parecía como si fuera a llover, pero en su lugar comenzó a granizar como en el verano. Era temprano, de día, pero se convirtió en oscuro como el polvo. Después de un rato el granizo se convirtió en nieve.
            En sus doce años, Aarón había visto toda clase de tiempo, pero nunca había experimentado una nevada como ésta. Era tan densa que ocultaba la luz del día. En un corto tiempo su sendero estaba cubierto totalmente. El viento era tan frío como el hielo. El camino al pueblo era angosto y ventoso, Aarón por mucho no sabía dónde estaba, no podía ver a través de la nieve. El frío pronto penetró su chamarra acolchonada.
            Al principio a Zlateh no parecía que le importara el cambio de tiempo, ella también tenía doce años y sabía lo que el invierno significaba, pero cuando sus patas se hundían más y más profundamente en la nieve, empezó a volver su cabeza y a mirar a Aarón con extrañeza, sus ojos dulces parecían preguntar: “¿Por qué estamos afuera en semejante tormenta? Aarón esperaba que algún campesino viniera con su carreta, pero nadie pasaba.
            La nieve engrosaba, cayendo al suelo en grandes copos rodantes. Debajo de las botas de Aarón, la nieve irritaba la suavidad de un campo labrado. Se dio cuenta que la nieve no era más grande sobre el camino,  él se había desviado, no podía calcular más cuál era el este y cuál el oeste, cuál sendero era para el poblado y cuál para el pueblo. El viento silbaba, aullaba, giraba la nieve alrededor en los remolinos. Parecía como si diablillos blancos estuvieran jugando al marro en los campos labrados. Había un polvo blanco rosa sobre el suelo. Zlateh se detuvo, no podía caminar más allá, obstinadamente ancló sus pezuñas en la tierra y baló como si alegara ser llevada a casa. Carámbanos colgaban de su barba blanca y sus cuernos estaban vidriados con escarcha.
            Aarón que quería admitir el peligro, pero sabía precisamente lo mismo que si no encontraban refugio se congelarían hasta morir. Ésta no era una tormenta ordinaria. Era una ventisca poderosa. La nieve había alcanzado sus rodillas. Sus manos estaban entumecidas y ya no podía sentir los dedos de sus pies. Se sofocaba cuando respiraba. Sentía su nariz como madera y la frotaba con nieve. El balido de Zlateh empezó a sonar como un llanto. Aquellos humanos en quienes había confiado tanto la habían arrastrado hacia una trampa. Aarón empezó a rogar a Dios por él y por el animal inocente.
            Repentinamente apareció el bulto de una loma. Se preguntaba que podía ser. ¿Quién había amontonado la nieve en aquel enorme montón? Se movilizó hacia aquello, arrastrando a Zlateh detrás de él. Cuando llego cerca, se dio cuenta que era un gran montón de heno que la nieve había blanqueado.
            Aaron se dio cuenta inmediatamente que estaban salvados. Con gran esfuerzo cavó su camino a través de la nieve. Era un muchacho pueblerino y sabía  qué hacer. Cuando alcanzó el heno, ahuecó un nido para él y para la cabra. No importa que tan frío pueda estar fuera, en el heno siempre hay calor y el heno era comida para Zlateh. El momento en que lo olió, se contentó y empezó a comer. Afuera, la nieve continuaba cayendo, rápidamente cubrió el pasaje que Aarón había cavado; sin embargo, un muchacho y un animal necesitaban respirar y ahí apenas había algún aire en su escondite. Aarón taladró una especie de ventana a través del heno y la nieve y con cuidado mantuvo el pasaje abierto.
            Zlateh habiendo comido su ración, se sentó en sus piernas traseras y parecía que había recuperado su confianza en el hombre. Aarón comió sus dos rebanadas de pan y queso, pero debido a la dificultad del viaje todavía tenía hambre. Miró a Zlateh y notó que sus ubres estaban llenas. Se recostó a su lado, colocándose de tal manera que cuando la ordeñara podía hacer caer la leche a su boca, era abundante y dulce. Zlateh no estaba acostumbrada a ser ordeñada de aquella manera, pero no se resistió; por el contrario, parecía estar deseosa de recompensar a Aarón por haberla traído a un refugio donde las paredes, el piso y el techo estaban hechos de comida.
            A través de la ventana, Aarón podía echar una mirada al caos exterior. El viento llevaba por delante toda la violencia de la nieve. Estaba completamente oscuro y no sabía si la noche ya había llegado o si era la oscuridad de la tormenta. Gracias a Dios que en el heno no había frío. El heno seco, el pasto y las flores del campo transpiraban el calor del sol de verano. Zlateh comía frecuentemente mordisqueando de encima, de abajo, de la izquierda y de la derecha, su cuerpo despedía un calor animal y Aarón se abrigaba junto a ella, siempre había querido a Zlateh, pero ahora era como una hermana, estaba solo, alejado de su familia y quería platicar, empezó a hablarle a Zlateh: “Zlateh, ¿qué piensas acerca de lo que nos ha sucedido?” Le preguntó.
            “Maaaa,” Zlateh contestó.
            “Si no hubiéramos encontrado este montón de heno, ambos estaríamos congelados y tiesos ahora.” Dijo Aarón.
            “Maaa,” fue la respuesta de la cabra.
“Si la nieve sigue cayendo semejante a ésta, vamos a tener que quedarnos aquí por varios días. Aarón explicó.
            “Maaaa,” baló Zlateh.
            “¿Qué significa maaaa?”, preguntó Aarón. Mejor habías de elevar la voz con más claridad.
            “Maaa, maaaa,” lo intentó Zlateh.
            “Bien, entonces dejemos que sea maaaa,” Aarón dijo pacientemente. “No puedes hablar, pero sé que me entiendes. Yo te necesito y tú me necesitas. ¿No es eso correcto?”
            “Maaaa.”
            Aarón estaba soñoliento, hizo una almohada con algo de heno, puso su cabeza en el heno y se durmió. Zlateh también se quedó dormida.
            Cuando Aarón abrió sus ojos no sabía si era de mañana o era de noche. La nieve había bloqueado su ventana. Intentó limpiarla, pero  cuando había perforado a través del largo de su brazo, todavía no había alcanzado el exterior. Por fortuna tenía su garrote con él y fue capaz de traspasar hasta el aire abierto. Todavía estaba oscuro afuera. La nieve continuaba cayendo y el viento gemía, primero con una voz y luego con muchas. Algunas veces tenía el sonido de una carcajada diabólica. Zlateh, también despertó, y cuando Aarón la llamó, contestó “Maaaa.” Sí, el lenguaje de Zlateh consistía de una sola palabra, pero significaba muchas cosas. Ahora estaba diciendo: “Debemos aceptar todo lo que Dios nos da: calor, hambre, satisfacción, luz y sombra.”
            Aarón había despertado con hambre, se había comido su alimento, pero Zlateh tenía mucha leche.
            Por tres días Aarón y Zlateh permanecieron en el montón de heno. Aarón siempre había querido a Zlateh, pero en esos tres días la quiso más y más. Lo alimentaba con su leche y lo ayudaba a conservar el calor. Lo confortaba con su paciencia. Él le contaba muchos cuentos y siempre erguía sus orejas y escuchaba. Cuando la acariciaba con la mano, lamía su mano y su cara, luego decía “Maaaa,” y sabía el significado. Yo te amo también.
            La nieve cayó por tres días, aunque después del primer día no era tan gruesa y el viento se tranquilizó. Algunas veces Aarón sintió que ahí nunca podía haber habido un verano, que la nieve siempre había caído; en todo caso, desde que él podía recodar. Él, Aarón, nunca tuvo un padre o una madre o hermanas. Era un niño de nieve, nacido de la nieve, lo mismo que Zlateh. Estaba tan tranquilo en el heno que sus oídos sonaban en la quietud. Aaron y Zlateh durmieron toda la noche y buena parte del día. En cuanto a los sueños de Aarón, aludían a un tiempo cálido. Soñaba con campos verdes, con árboles cubiertos con capullos, arroyos libres y pájaros cantores. Por la tercera noche, la nieve se había detenido; sin embargo, Aarón no se arriesgaba a encontrar su camino a casa en la oscuridad. El cielo se aclaró y la luna brilló, lanzando redes plateadas sobre la nieve. Aarón cavó su camino y salió al mundo. Todo estaba blanco, tranquilo, sueños soñados de esplendor celestial. Las estrellas eran grandes y compactas. La luna nadaba en el cielo como en un mar.
            En la mañana del cuarto día, Aarón oyó el sonido de las campanas de un trineo. El montón de heno no estaba lejos de un camino. El campesino que guiaba el trineo se dirigió hacia él, no al pueblo y a Feivel, el carnicero, sino a casa, al poblado. Aarón había decidido en el montón de heno que  nunca se iba a deshacer de Zlateh.
            La familia de Aarón y sus vecinos habían buscado al muchacho y a la cabra, pero no habían encontrado rastro de ellos durante la tormenta. Temían que se hubieran perdido. La madre y las hermanas de Aarón lloraron por él, su padre permaneció silencioso y triste. Repentinamente uno de los vecinos llegó corriendo a su casa con la noticia de que Aarón y Zlateh estaban subiendo por el camino.
            Hubo una gran alegría en la familia. Aarón les contó cómo había encontrado el montón de heno y cómo Zlateh lo había alimentado con su leche. Las hermanas de Aarón besaron y abrazaron a Zlateh y le dieron un regalo especial de zanahorias picadas y cáscaras de papa, que Zlateh devoró con hambre.
            Ya nadie pensó otra vez en vender a Zlateh y ahora que el tiempo frío finalmente se había estabilizado, lo pueblerinos necesitaban los servicios de Reuven, el peletero, una vez más. Cuando el festival judío llegó, la madre de Aarón fue capaz de freír rosquitas cada tarde y Zlateh obtenía también su porción. Aunque Zlateh tenía su propia pocilga, con frecuencia venía a la cocina, tocando la puerta con sus cuernos para indicar que estaba lista para visitarlos y siempre era admitida. En la tarde, Aarón, Miriam y Anna jugaban un pequeño trompo. Zlateh se sentaba cerca de la estufa observando a los niños y el parpadeo de las velas del festival judío.
            De vez en cuando, Aarón le preguntaba: “Zlateh, ¿te acuerdas de los tres días que pasamos juntos?”
            Y Zlateh rascaba su cuello con un cuerno, sacudía su cabeza blanca barbada y salía con el único sonido que expresaba todos sus pensamientos y todo su amor.