La zambullida
Sergio Núñez
Guzmán
Salir del D.F. y dirigirse a
los Azufres de Michoacán hace volar la imaginación a los montes llenos de
árboles. No es la mente sino los pulmones que se regocijan por aquel oxígeno
desprendido de pinos y abetos, que renueva la vida del que camina por esos
bosques. ¡Qué hermosura y qué belleza! Sale el camión del D.F. por esa enorme
víbora periférica de múltiples focos
para hundir su cola en los pozos michoacanos, productores de
electricidad, que iluminan sus tantos y tantos ojos enrojecidos y piel
salpicada de brillosas escamas amarillentas. Reducir las muchas impresiones a este
lenguaje resulta una aventura y un reto que no es posible soslayar. Mis pies
ascienden por el lomo de la serpiente que se eleva a través del bosque, y
muerde sus cascabeles en las blancas
nubes surgidas de las chimeneas de los dínamos que la mueven y la animan. La
magia se convierte en pesadilla cuando los paseantes se embadurnan el rostro
con lodo azufroso. Los pies siguen el camino asfaltado. Sorprende la soledad y
tranquilidad de los bosques y el absoluto abandono de las plantas eléctricas.
El paseante penetra y sale. Y al final cuando se abandona el sendero un triste
anuncio doblado y semiborrado dice: "Se prohíbe el paso". Sólo los
pinos, como guardianes solitarios, asoman sus cabezas al horizonte inmaculado y
gritan eternidad, sus anchos troncos así lo dicen, y mueren erectos con los
pies chamuscados por una tala hormiga de mano incógnita. El paseante observa y
reflexiona. ¡Cómo nos atrevemos a perder esta belleza!
El camión hace sonar su claxon para recordarnos
que hay que volver. Vamos a tomar un baño de agua termal. La sorpresa es gigantesca
pues el charco, a donde intento lanzarme, está más congestionado que un vagón
de metro en día de quincena. Rehúso tal zambullida y bajo a caminar en la
"Laguna larga". Tengo que pagar para poder hacer esto. En medio de mi
impotencia, exclamo: tengo derecho de respirar los aires de mi patria. ¡México! ¡México!
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