EL DIABLO
GUY DE MAUPASSANT
Versión:
Sergio Núñez Guzmán.
El campesino permanecía frente al médico,
ante el lecho de la moribunda. La vieja calmada, resignada, lúcida, miraba a
los dos hombres y los escuchaba conversar. Ella iba a morir, no se revelaba, su
tiempo había terminado, tenía noventa y dos años.
Por la ventana y la puerta abiertas, el sol
de julio entraba a oleadas, lanzaba su flama caliente sobre el suelo de tierra
tostada, ondulada y batida por los zuecos de cuatro generaciones de aldeanos.
Los olores de los campos llegaban así, empujados por el viento quemante, olores
de hierbas, de trigo, de hojas, abrasados bajo el calor de mediodía. Los saltamontes se desgañitaban, se llenaba
la campiña de una clara crepitación semejante
al ruido de los grillos de madera que se venden a los niños en las ferias.
El médico, elevando la voz, decía:
-Honorio, no puedes dejar a tu madre
totalmente sola y en este estado. Morirá de un momento a otro.
Y el campesino desolado repetía:
-Sin embargo, tengo que recoger mi trigo; ha
estado en tierra mucho tiempo. Es una buena temporada para hacerlo. ¿Qué dices,
mamá?
Y la vieja moribunda, aún atenazada por la
avaricia normanda, decía sí con sus ojos y su frente, urgía a su hijo a recoger
su trigo y a dejarla morir totalmente sola.
Pero el médico se molestó y, golpeando con
el pie:
diablo
-Eres solamente un bruto, ¿entiendes?, y no
te permitiré hacer esto, ¿entiendes? Y, si estás forzado a recoger tu trigo hoy
mismo, ve a buscar a la "Rapet". ¡Con un carajo! y haces que cuide a
tu madre. Yo lo exijo. ¿Entiendes? Y si no me obedeces, te dejaré reventar como
un perro, cuando a tu vez, estés enfermo. ¿Entiendes?
El campesino, un flaco grandote, de ademanes
lentos, torturado por la indecisión, por su temor al médico y por su fiero amor
al ahorro, titubeaba, calculaba, balbucía :
-¿Cuánto cobra la Rapet por cuidarla?
El médico gritó:
-¡Qué sé yo! Depende del tiempo que la
ocupes. Arréglatelas con ella. ¡Caramba! Pero quiero que ella esté aquí en una
hora. ¿Entiendes?
El hombre se decidió.
-Allá voy, allá voy. No se enoje, señor médico.
Y el doctor se alejó, diciendo:
-¡Sabes!, ¡ten cuidado, porque no bromeo
cuando me enojo!
Tan luego estuvieron solos, el campesino se
volvió hacia su madre y con voz
resignada:
-Voy a buscar a la Rapet como lo quiere este hombre. No te mueras
mientras regreso.
Y salió a su vez.
La Rapet, una vieja planchadora, cuidaba a
los muertos y a los moribundos de la municipalidad y de los alrededores.
Después, tan luego como había cosido a sus clientes en el paño de donde ya no
debían salir, regresaba a tomar su plancha que frotaba a la ropa blanca de los
vivos. Arrugada como una manzana de otro año, perversa, envidiosa, avara, con
una avaricia poseedora del fenómeno, curvada en dos como si hubiera sido rota
en los riñones por el eterno movimiento de la plancha pasada sobre los lienzos,
se hubiera dicho que tenía por la agonía una suerte de amor monstruoso y único.
Sólo hablaba de las personas que había visto morir, de todos los diversos
fallecimientos a los que ella había asistido; y ella los relataba con una gran
minucia de detalles siempre semejantes, como un cazador cuenta de sus disparos.
Cuando Honorio Bontemps entró a su cabaña,
la encontró preparando el almidón para los cuellos de encaje de las aldeanas.
Dijo:
-¡Qué tal, buenas tardes! ¿Espero que esté
muy bien, mamá Rapet?
Ella
volteó la cabeza hacia él.
-Muy bien. Y, ¿usted?
-¡Oh! de mi parte, estoy tan bien como lo
deseo, pero es mi madre la que está muy enferma.
-¿Su madre?
-Sí, mi madre.
-¿Qué le pasa a su madre?
-Va a entregar los tenis.
La vieja retira sus manos del agua, de las
que se desprenden gotas azuladas y transparentes, que brillan justo al término
de sus dedos, y que al caer retumban en la cubeta.
Ella pregunta con súbita simpatía:
-¿Tan mal está?
-El médico dijo que no durará hasta mañana.
Entonces, en verdad, está muy enferma.
Honorio titubea. Eran necesarios algunos
preámbulos para la proposición que preparaba. Pero, como no encontraba nada, se
decidió repentinamente:
-¿Cuánto pedirá usted para cuidarla hasta el
fin? Usted sabe que no somos ricos. No puedo ni pagar una sirvienta. Es lo que
ha puesto así a mi pobre madre, el mucho trabajo, la mucha fatiga. Ha trabajado
como diez, no obstante sus noventa y dos años. ¡Nadie está hecho de esa madera
hoy en día!
La Rapet contesta gravemente:
-Hay dos precios: cuarenta "sous"[1]
el día y tres francos la noche para los ricos. Veinte sous el día y cuarenta la
noche para los otros. Usted me dará veinte y cuarenta.
Pero el campesino reflexionaba. Conocía bien
a su madre. Sabía que ella era tenaz, vigorosa y resistente. Podía durar ocho
días, a pesar de la opinión del doctor.
Dijo con resolución:
-No. Deseo que me dé un precio, bueno, un
precio hasta el fin. Correremos la suerte por una parte y por la otra. El
médico dijo que moriría muy pronto. Si es así, tanto mejor para usted, tanto
peor para mí. Pero si sobrevive hasta mañana o por más tiempo tanto mejor para
mí, tanto peor para usted.
La asistenta, sorprendida, miraba al hombre.
Nunca había tratado un fallecimiento a destajo. Titubeaba, tentada por la idea
de correr la suerte. Por otra parte, sospechó que quería hacerle trampa.
- No puedo decir nada hasta que haya visto a
su madre, respondió.
-Venga y véala.
Se lavó sus manos y lo siguió de inmediato.
En el camino no hablaron. Ella marchaba con
paso apresurado, mientras que él estiraba sus grandes piernas como si, a cada
paso, debiera atravesar un arroyo.
Las vacas recostadas en los campos,
agobiadas por el calor, levantaban pesadamente la cabeza y lanzaban un débil
bramido a los dos caminantes para pedirles hierba fresca.
Al acercarse a su casa, Honorio Bontemps
murmuró:
-Si hubiera acabado después de todo.
Y el deseo inconsciente que tenía se
manifestó en el tono de su voz.
Pero la vieja no había muerto, yacía sobre
la espalda en su camastro, las manos sobre la cobija de indiana morada, manos
horriblemente descarnadas, anudadas, semejantes a las de las bestias extrañas,
a las de los cangrejos y cerradas por el reumatismo con las fatigas, con los trabajos que habían
realizado por casi un siglo.
La Rapet se acercó al lecho y examinó a la
moribunda. Le tomó el pulso, le palpó el pecho, la escuchó respirar, la
interrogó para escucharla hablar; después de haberla contemplado por un rato
más, salió seguida de Honorio, cuyo parecer ya había sido establecido. La vieja
no pasaría la noche. Preguntó:
-Y
bien.
La asistenta respondió:
-Bueno, durará dos días, tal vez tres. usted
me dará seis francos, todo incluido.
Gritó: -¡Seis francos! ¡Seis
francos! ¿Ha perdido el juicio? Madrecita, le digo que le quedan cinco o seis
horas, no más.
Y discutieron encarnizadamente largo rato.
Como la asistenta se iba a retirar, como el tiempo transcurría, como su trigo
no se recogía por si mismo, al fin, consintió:
-Bien, dijimos seis francos, todo incluido,
hasta que se levante el cuerpo.
-Dijimos seis francos.
Y se va con largos pasos hacia su trigo
recostado sobre el suelo bajo el ardiente sol que madura las cosechas.
La asistenta volvió a la casa. Había traído
trabajo, pues al lado de los moribundos y de los muertos trabajaba sin descanso,
unas veces para ella, otras para la familia que la empleaba (Rapet remendona)
con esta doble labor mediante un
suplemento de salario.
Repentinamente preguntó:
-¿Ya le administraron los sacramentos mamá
Bontempt?
La campesina dijo no con la cabeza. La
Rapet, que era devota, se levantó con vivacidad.
-¡Dios mio! ¿Es posible? Iré a buscar al
señor cura. Y se precipita al curato, tan rápido, que los chiquillos en la
plaza al verla trotar así, creyeron que un mal había llegado.
El sacerdote vino inmediatamente, con
sobrepelliz, precedido por un niño del coro que sonaba una campanilla para
anunciar el paso de Dios por la campiña abrasadora y calmada. Los hombres que
trabajaban a lo lejos, se quitaron sus grandes sombreros y permanecieron
inmóviles hasta que la blanca vestidura desapareció detrás de una granja. Las
mujeres que recogían las gallinas, se enderezaban para hacer la señal de la
cruz, las asustadas gallinas negras huían a lo largo de los hoyos, se
balanceaban sobre sus patas hasta el agujero bien conocido por ellas, donde
bruscamente desaparecían. Un potro atado en un prado se asustó a la vista del
sobrepelliz y se puso a dar vueltas al extremo de su cuerda, lanzando coces. El
niño del coro con su sotana roja marchaba rápido tras el presbítero, la cabeza
inclinada sobre un hombro y la cubierta de su birrete cuadrado, lo seguía
murmurando sus oraciones, y, la Rapet venía detrás, toda inclinada, plegada en
dos, como para postrarse al marchar
y las manos juntas como en la
iglesia.
Honorio, de lejos, los vio pasar. Preguntó:
-¿A dónde va nuestro cura?
Su criado, más sutil, respondió:
-Lleva al buen Dios a tu madre,
¡naturalmente!
El campesino no se sorprendió:
-Es posible, después de todo.
Y continuó trabajando.
Mamá Bontemps se confesó, recibió la
absolución, comulgó. El presbítero salió dejando solas a las dos mujeres en la
sofocante choza.
Entonces la Rapet comenzó a observar a la
moribunda y a preguntarse si duraría
mucho tiempo.
El día menguaba. El aire más fresco entraba
con soplos más vivos, hacía revolotear contra el muro una estampa del Epinal[2]
sostenida por dos alfileres. Las pequeñas cortinas de la ventana, antes
blancas, ahora amarillentas y cubiertas de manchas de moscas, tenían el aire de
desvanecerse, de resistirse, de querer partir como el alma de la vieja.
Ella, inmóvil, los ojos abiertos, parecía
esperar a la muerte con indiferencia, que si próxima, tardaba
en venir. Su aliento, corto, chiflaba un poco en su garganta cerrada.
Todo se detendría pronto, y
sobre la tierra habría una mujer menos, una, a la que nadie echaría de menos.
Al anochecer, Honorio volvió y aproximándose
al lecho, vió que su madre todavía vivía y preguntó cómo estaba, como lo hacía
en otras ocasiones cuando estaba enferma.
Después despidió a la Rapet encareciéndole:
mañana a las cinco, sin falta.
Ella respondió: mañana a las cinco.
Llegó, en efecto, al levantar el día.
Honorio antes de irse a sus tierras, comía la sopa que él mismo se había
preparado.
La asistenta preguntó:
-Y bien, ¿cómo ha estado su mamá?
Respondió, con un pliegue maligno en un
rincón de sus ojos:
-Al contrario, mejora.
Y salió.
La Rapet, asida por la inquietud, se acerca
a la agonizante, que permanecía en el mismo estado, fatigada e impasible, sus ojos abiertos y sus manos crispadas sobre
su cobija.
Y la asistenta comprendió que aquello podría
durar así dos días, cuatro días, ocho días, y un miedo oprimió su corazón
avaro, mientras que una cólera furiosa la sublevaba contra este astuto que la
había manipulado y contra esta mujer que no moría.
Se puso a trabajar no obstante, y aguardó,
la mirada fija en la cara arrugada de mamá Bontemps.
Honorio volvió a la hora del almuerzo,
parecía contento, casi guasón, luego se volvió a ir. Recogía su trigo,
decididamente, en excelentes condiciones.
La Rapet se exasperaba, cada minuto
transcurrido le parecía, ahora, tiempo y dinero que le robaban. Tenía un deseo,
un deseo loco de tomar por el cuello a esta vieja borrica, a esta vieja
testaruda, a esta vieja obstinada y detener, apretando un poco, este pequeño
soplo rápido que le robaba su tiempo y su dinero.
Después reflexionó en el peligro y otras
ideas le pasaron por la cabeza, se acercó al lecho. Preguntó:
-¿Ya vio al diablo?
Mamá Bontemps murmura -no.
Entonces la asistenta se puso a hablar, a
contarle historias para aterrorizar su alma débil y moribunda.
Algunos minutos antes de expirar, el diablo
se aparece a todos los que agonizan, dijo, y tiene una escoba en la mano, una
marmita sobre la cabeza y lanza grandes gritos. Cuando alguien lo ha visto, es
el fin, pues sólo se tienen unos pocos instantes. Y enumeraba a todos aquellos
a quienes el diablo se les había aparecido antes que a ella, en ese año, a
Josefina Loisel, a Eulalia Ratier, a Sofía Padagnau, a Serafina Grospied.
Mamá Bontemps, transtornada al fin, se agitaba,
removía sus manos, intentaba volver la cabeza para observar el fondo de la
recámara.
De repente la Rapet desapareció del pie del
lecho, del armario tomó una sábana y se envolvió en ella, se cubrió la cabeza
con la marmita, cuyos tres pies cortos y curvados se erigían como tres cuernos,
tomó una escoba en su mano derecha, y con la mano izquierda un cubo de hojalata
que lanzó bruscamente al aire para que al caer retumbara.
El cubo hizo un estrépito espantoso al
chocar con el suelo, entonces, trepada sobre una silla, la asistenta levanta la
cortina que pendía al final del lecho, y apareció, gesticulando, lanzando
clamores agudos desde el fondo de la olla de hierro que le cubría la cara, y
amenazando con su escoba, como un diablo de guiñol, a la vieja campesina al
término de su vida.
Aterrada, con la mirada enloquecida, la
moribunda hizo un esfuerzo sobrehumano para levantarse y huir, sacó incluso de
su cama los hombros y el pecho, después cayó con un gran suspiro. Fue el fin.
Y la Rapet puso tranquilamente todos los
objetos en su lugar, la escoba en el rincón del armario y la sábana dentro, la
marmita en el fogón, el cubo de hojadelata sobre la tabla y la silla junto al
muro. Después con gestos profesionales, cerró los ojos enormes de la muerta,
pone sobre el lecho un plato, vierte dentro agua bendita, moja una ramita que
clava sobre la cómoda y se puso a rezar con fervor las oraciones de difuntos
que sabía de memoria, por oficio.
Y cuando Honorio volvió llegada la tarde, la
encontró rezando. Calculó enseguida que aún la Rapet le ganaba veinte sous,
pues sólo habían pasado tres días y una noche, lo que hacía un total de cinco
francos, en lugar de los seis que él le debía.
LE DIABLE
GUY DE
MAUPASSANT
Le paysan restait debout en face du médecin, devant le lit de la
mourante. La vieille, calme, résignée,
lucide, regardait les deux hommes et les écoutait causer. Elle allait mourir; elle ne se révoltait pas, son temps était
fini, elle avait quatre-vingt-douze ans.
Par la fenêtre et la porte ouvertes, le soleil de juillet entrait à flots,
jetait sa flamme chaude sur le sol de terre brune, onduleux et battu par les
sabots de quatre générations de rustres.
Les odeurs des champs venaient aussi, poussées par la brise cuisante,
odeurs des herbes, des blés, des feuilles, brûlés sous la chaleur de midi. Les
sauterelles s’égosillaient, emplissaient la campagne d’un crépitement clair,
pareil au bruit des criquets de bois qu’on vend aux enfants dans les foires.
Le médecin, élevant la voix, disait:
«Honoré, vous ne pouvez pas laisser votre mère toute seule dans cet
état-là. Elle passera d’un moment à
l’autre.»
Et le paysan, désolé, répétait:
«Faut pourtant que j’rentre mon blé;
v’là trop longtemps qu’il est à terre. L’ temps est bon, justement. Qué qu’ t’en dis, ma mé?»
Et la vieille mourante, tenaillée encore par l’avarice normande, faisait
«oui» de l’œil et du front, engageait son fils à rentrer son blé et à la
laisser mourir toute seule.
Mais le médecin se fâcha et, tapant du pied:
«Vous n’êtes qu’une brute, entendez-vous,
et je ne vous permettrai pas de faire ça. entendez-vous! Et, si vous êtes forcé de
rentrer votre blé aujourd’hui même, allez chercher la Rapet, parbleu! et
faites-lui garder votre mère. Je le veux, entendez-vous! Et si vous ne
m’obéissez pas, je vous laisserai crever comme un chien, quand vous serez
malade à votre tour, entendez-vous?»
Le paysan, un grand maigre, aux gestes lents, torturé par l’indécision, par
la peur du médecin et par l’amour féroce de l’épargne, hésitait, calculait,
balbutiait:
«Combien qu’é prend, la Rapet, pour une garde?»
Le médecin criait:
«Est-ce que je sais, moi? Ça dépend du temps que vous lui demanderez. Arrangez-vous avec elle, morbleu! Mais je
veux qu’elle soit ici dans una heure, entendez-vous?»
L’homme se décida:
«J’y vas, j’y vas; vous fâchez point, m’sieu l’médecin.»
Et le docteur s’en alla, en appelant:
«Vous savez, vous savez, prenez garde, car je ne badine pas quand je me
fâche, moi!»
Dès qu’il fut seul, le paysan se tourna vers sa mère, et, d’une voix
résignée:
«J’vas quéri la Rapet, pisqu’il veut, c’t’ homme. T’éluge point tant qu’je
r’vienne.»
Et il sortit à son tour.
La Rapet, une vieille repasseuse, gardait les morts et les mourants de la
commune et des environs. Puis, dès qu’elle avait cousu ses clients dans le drap
dont ils ne devaient plus sortir, elle revenait prende son fer dont elle
frottait le linge des vivants. Ridée comme una pomme de l’autre année,
méchante, jalouse, avare d’une avarice tenant du phénomène, courbée en deux
comme si elle eût été cassée aux reins par l’éternel mouvement du fer promené
sur les toiles, on eût dit qu’elle avait pour l’agonie une sorte d’amour
monstrueux et cynique. Elle ne parlait
jamais que des gens qu’elle avait vus mourir, de toutes les variétés de trépas
auxquelles elle avait assisté; et elle les racontait avec une grande minutie de
détails toujours pareils, comme un chasseur raconte ses coups de fusil.
Quand Honoré Bontemps entra chez elle, il la trouva préparant de l’eau
bleue pour les collerettes des villageoises.
Il dit:
«Allons, bonsoir; ça va-t-il comme vous voulez, la mé Rapet?»
Elle tourna vers lui la tête:
«Tout d’même, tout d’même. Et d’ vot’ part?
- Oh! d’ma part, ça va-t-à volonté, mais c’est ma mé qui n’va point.
- Vot’ mé?
- Oui, ma mé!
- Qué qu’alle a votre mé?
- All’a qu’a va tourner d’l’œil!»
La vieille femme retira ses mains de l’eau, dont les gouttes, bleuâtres et
transparentes, lui glissaient jusqu’au bout des doigts, pour retomber dans le
baquet.
Elle demanda, avec une sympathie subite:
«All’ est si bas qu’ça?
- L’médecin dit qu’all’ n’passera point la r’levée.
- Pour sûr qu’all’ est bas alors!»
Honoré hésita. Il lui fallait quelques préambules pour la proposition qu’il
préparait. Mais, comme il ne trouvait
rien, il se décida tout d’un coup:
«Comben qu’vous m’prendrez pour la garder jusqu’au bout? Vô savez que
j’sommes point riche. J’peux seulement point m’payer eune servante. C’ est ben
ça qui l’a mise là, ma pauv’ mé, trop d’élugement, trop d’fatigue! A
travaillait comme dix, nonobstant ses quatre-vingt-douze. On n’en fait pu de
c’te grainelà!...»
La Rapet répliqua gravement:
«Y a deux prix: quarante sous l’jour, et trois francs la nuit pour les
riches. Vingt sous l’jour et quarante la nuit pour l’zautres. Vô m’donnerez
vingt et quarante.»
diablo
Mais le paysan réfléchissait. Il la connaissait bien, sa mère. Il savait
comme elle était tenace, vigoureuse, résistante. Ça pouvait durer huit jours,
malgré l’avis du médecin.
Il dit résolument:
«Non. J’aime ben qu’vô me fassiez un prix, là, un prix pour jusqu’au bout.
J’courrons la chance d’part et d’autre. L’médecin dit qu’alle passera
tantôt. Si ça s’fait, tant mieux pour
vous, tant pis pour mé. Ma si all’ tient jusqu’à demain ou pu longtemps tant
mieux pour mé, tant pis pour vous!»
La garde, surprise, regardait l’homme.
Elle n’avait jamais traité un trépas à forfait. Elle hésitait, tentée
par l’idée d’une chance à courir. Puis elle soupçonna qu’on voulait la jouer.
«J’peux rien dire tant qu’ j’aurai point vu vot’ mé, répondit-elle.
- V’nez-y, la vé.»
Elle essuya ses mains et le suivit aussitôt.
En route, ils ne parlèrent point.
Elle allait d’un pied pressé, tandis qu’il allongeait ses grandes jambes
comme s’il devait, à chaque pas, traverser un ruisseau.
Les vaches couchées dans les champs, accablées par la chaleur, levaient
lourdement la tête et poussaient un faible meuglement vers ces deux gens qui
passaient, pour leur demander de l’herbe fraîche.
En approchant de sa maison. Honoré
Bontemps murmura:
«Si c’était fini, tout d’même?»
Et le désir inconscient qu’il en avait se manifesta dans le son de sa voix.
Mais la vieille n’était point morte. Elle demeurait sur le dos, en son
grabat, les mains sur la couverture d’indienne violette, des mains affreusement
maigres, nouées, pareilles à des bêtes étranges, à des crabes, et fermées par
les rhumatismes, les fatigues, les besognes presque séculaires qu’elles avaient
accomplies.
La Rapet s’approcha du lit et considéra la mourante. Elle lui tâta le
pouls, lui palpa la poitrine, l’écouta respirer, la questionna pour l’entendre
parler; puis l’ayant encore longtemps contemplée, elle sortit suivie d’Honoré.
Son opinion était assise. La vieille n’irait pas à la nuit. Il demanda:
«Hé ben!»
La garde répondit:
«Hé ben, ça durera deux jours, p’têt’ trois. Vous me donnerez six francs,
tout compris.»
Il s’écria:
«Six francs! six francs! Avez-vous perdu de sens?
Mé, je vous dis qu’elle en a pour cinq ou six heures, pas plus!»
Et ils discutèrent longtemps, acharnés tous deux.
Comme la garde allait se retirer, comme le temps passait, comme son blé ne
se rentrerait pas tout seul, à la fin, il consentit:
«Eh ben, c’est dit, six francs, tout compris, jusqu’à la l’vée du corps.
- C’est dit, six francs.»
Et il s’en alla à longs pas, vers son blé couché sur le sol, sous le lourd
soleil qui mûrit les moissons.
La garde rentra dans la maison.
Elle avait apporté de l’ouvrage; car auprès des mourants et des morts elle
travaillait sans relâche, tantôt pour elle, tantôt pour la famille qui
l’employait à cette double besogne moyennant un supplément de salaire:
Tout à coup, elle demanda:
«Vous a-t-on administrée au moins, la mé Bontemps?»
La paysanne fit «non» de la tête; et la Rapet, qui était dévote, se leva
avec vivacité.
«Seigneur Dieu, c’est-il possible? J’vas quérir m’sieur l’curé.»
diablo
Et elle se précipita vers le presbytère, si vite, que les gamins, sur la
place, la voyant trotter ainsi, crurent un malheur arrivé.
Le prêtre s’en vint aussitôt, en surplis, précédé de l’enfant de chœur qui
sonnait une clochette pour annoncer le passage de Dieu dans la campagne
brûlante et calme. Des hommes qui travaillaient au loin, ôtaient leurs grands
chapeaux et demeuraient immobiles en attendant que le blanc vêtement eût
disparu derrière une ferme; les femmes qui ramassaient les gerbes se
redressaient pour faire le signe de la croix, des poules noires, effrayées,
fuyaient le long des fossées en se balançant sur leurs pattes jusqu’au trou,
bien connu d’elles, où elles disparaissaient brusquement; un poulain, attaché
dans un pré, prit peur à la vue du surplis et se mit à tourner en rond au bout
de sa corde, en lançant des ruades. L’enfant de chœur, en jupe rouge, allait
vite; et le prêtre, la tête inclinée sur une épaule et coiffé de sa barrette
carrée, le suivait en murmurant des prières; et la Rapet venait derrière, toute
penchée, pliée en deux, comme pour se prosterner en marchant, et les mains
jointes, comme à l’église.
Honoré, de loin, les vit passer. Il demanda:
«Oùsqu’i va, not’curé?»
Son valet, plus subtil, répondit:
«Il porte l’bon Dieu à ta mé. pardi!»
Le paysan ne s’étonna pas:
«Ça s’peut ben, tout d’même!»
Et il se remit au travail.
La mère Bontemps se confessa, reçut l’absolution, communia; et le prêtre
s’en revint, laissant seules les deux femmes dans la chaumière étouffante.
Alors la Rapet commença à considérer la mourante, en se demandant si cela
durerait longtemps.
diablo
Le jour baissait; l’air plus frais entrait par souffles plus vifs, faisait
voltiger contre le mur une image d’Épinal tenue par deux épingles; les petits
rideaux de la fenêtre, jadis blancs, jaunes maintenant et couverts de taches de
mouches, avaient l’air de s’envoler, de se débattre, de vouloir partir, comme
l’âme de la vieille.
Elle, immobile, les yeux ouverts, semblait attendre avec indifférence la
mort si proche qui tardait à venir. Son haleine, courte, sifflait un peu dans
sa gorge serrée. Elle s’arrêterait tout
à l’heure, et il y aurait sur la terre une femme de moins, que personne ne
regretterait.
À la nuit tombante. Honoré rentra.
S’étant approché du lit, il vit que sa mère vivait encore, et il demanda:
«Ça va-t-il?»
Comme il faisait autrefois quand elle était indisposée.
Puis il renvoya la Rapet en lui recommandant:
«D’main, cinq heures, sans faute.»
Elle répondit:
«D’main, cinq heures.»
Elle arriva, en effet, au jour levant.
Honoré, avant de se rendre aux terres, mangeait sa soupe, qu’il avait faite
lui-même.
La garde demanda:
«Eh ben, vot’ mé a-t-all’ passé?»
Il répondit, avec un pli malin au coin des yeux:
«All’ va plutôt mieux.»
Et il s’en alla.
La Rapet, saisie d’inquiétude, s’approcha de l’agonisante, qui demeurait
dans le même état, oppressée et impassible, l’œil ouvert et les mains crispées
sur sa couverture.
Et la garde comprit que cela pouvait durer deux jours, quatre jours, huit
jours ainsi; et une épouvante étreignit son cœur d’avare, tandis qu’une colère
furieuse la soulevait contre ce finaud qui l’avait jouée et contre cette femme
qui ne mourait pas.
Elle se mit au travail néanmoins et attendit, le regard fixé sur la face
ridée de la mère Bontemps.
Honoré revint pour déjeuner; il semblait content, presque goguenard; puis
il repartit. Il rentrait son blé, décidément, dans des conditions excellentes.
La Rapet s’exaspérait, chaque minute écoulée lui semblait, maintenant, du
temps volé, de l’argent volé. Elle avait envie, une envie folle de prendre par
le cou cette vieille bourrique, cette vieille têtue, cette vieille obstinée, et
d’arrêter, en serrant un peu, ce petit souffle rapide qui lui volait son temps
et son argent.
Puis elle réfléchit au danger; et, d’autres idées lui passant par la tête,
elle se rapprocha du lit.
Elle demanda:
«Vous avez-t-il déjà vu l’Diable?»
La mère Bontemps murmura:
«Non.»
Alors la garde se mit à causer, à lui conter des histoires pour terroriser
son âme débile de mourante.
Quelques minutes avant qu’on expirât, le Diable apparaissait, disait-elle,
à tous les agonisants. Il avait un balai à la main, une marmite sur la tête, et
il poussait de grands cris. Quand on l’avait vu, c’était fini, on n’en avait
plus que pour peu d’instants. Et elle énumérait tous ceux à qui le Diable était
apparu devant elle, cette année-là: Joséphin Loisel, Eulalie Ratier, Sophie
Padagnau, Séraphine Grospied.
La mère Bontemps, émue enfin, s’agitait, remuait les mains, essayait de
tourner la tête pour regarder au fond de la chambre.
diablo
Soudain la Rapet disparut au pied du lit. Dans l’armoire, elle prit un drap
et s’enveloppa dedans; elle se coiffa de la marmite, dont les trois pieds
courts et courbés se dressaient ainsi que trois cornes; elle saisit un balai de
sa main droite, et, de la main gauche, un seau de fer-blanc, qu’elle jeta
brusquement en l’air pour qu’il retombât avec bruit.
Il fit, en heurtant le sol, un fracas épouvantable; alors, grimpée sur une
chaise, la garde souleva le rideau qui pendait au bout du lit, et elle apparut,
gesticulant, poussant des clameurs aiguës au fond du pot de fer qui lui cachait
la face, et menaçant de son balai, comme un diable de guignol, la vieille
paysanne à bout de vie.
Éperdue, le regard fou, la mourante fit un effort surhumain pour se
soulever et s’enfuir; elle sortit même de sa couche ses épaules et sa poitrine;
puis elle retomba avec un grand soupir. C’était fini.
Et la Rapet, tranquillement, remit en place tous les objets, le balai au
coin de l’armoire, le drap dedans, la marmite sur le foyer, le seau sur la planche
et la chaise contre la mur. Puis, avec les gestes professionnels, elle ferma
les yeux énormes de la morte, posa sur le lit une assiette, versa dedans l’eau
du bénitier, y trempa le buis cloué sur la commode et, s’agenouillant, se mit à
réciter avec ferveur les prières des trépassés qu’elle savait par cœur, par
métier.
Et quand Honoré rentra, le soir venu, il la trouva priant, et il calcula
tout de suite qu’elle gagnait encore vingt sous sur lui, car elle n’avait passé
que trois jours et une nuit, ce qui faisait en tout cinq francs, au lieu de six
qu’il lui devait.
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