EL DRAGÓN QUINCUAGÉSIMO PRIMERO
Heywood Broun
Versión: Sergio Núñez Guzmán
De todos los alumnos en la escuela para caballeros, Gawaine le
Coeur-Hardy era de los menos prometedores. Era alto y fuerte. Sus maestros
pronto descubrieron que carecía de ánimo. Se escondía en los bosques cuando se
llamaba a clase de torneos, aunque sus compañeros y maestros le gritaran que
saliera y combatiera como un hombre. Aun cuando le dijeran que los encuentros
eran con armas acolchonadas y los caballos eran sólo ponis y los campos suaves
por la hojarasca del otoño, Gawaine rehusaba participar y entusiasmarse. El
director y el profesor asistente discutían el caso una tarde de primavera. El
asistente sólo podía ver el remedio en la expulsión.
-No, dijo el director, mientras veía las colinas moradas que rodeaban
la escuela, -creo que lo entrenaré para matar dragones.
-Tal vez lo maten, objetó el asistente.
-Puede ser, replicó el director pero añadió -debemos considerar el
gran bien. Somos responsables de la formación del carácter de este muchacho.
-Este año en particular los dragones son malos, ¿verdad? -preguntó el
asistente.
-Nunca los he conocido peores, replicó el director, -en la cima de las
colinas, al sur, la semana pasada mataron a muchos campesinos, dos vacas y un
puerco premiado. Y si este tiempecito seco continúa, para que te cuento si
inician un fuego forestal por simplemente respirar.
-¿Sería necesario reembolsar la colegiatura en caso de accidente?.
-No, contestó el director, -todo está cubierto en el contrato. Pero de
hecho no morirá. Antes que lo envié a las colinas, voy a darle la palabra
mágica.
-Es una buena idea, dijo el asistente, -algunas veces hacen
maravillas.
Desde ese día, en adelante, Gawaine se especializó en dragones. En las
mañanas había largas conferencias sobre la historia, anatomía, modales y
costumbres de los dragones. Gawaine no iba bien en estos estudios. Tenía el don
maravilloso de olvidar todo. En las tardes parecía mejorar, iba al campo sur y
practicaba con un hacha de combate. Durante este ejercicio, realmente
impresionaba con su enorme fuerza y por su rapidez y gracia. Y hasta parecía
fiero. Era una vista emocionante ver a Gawaine en el campo acometiendo al
dragón, una figura de papel, que había sido colocado para la práctica. Mientras
corría agitaba su hacha y gritaba. Nunca le tomó más de un golpe para
descabezar la figura del dragón.
Gradualmente su tarea se hizo más difícil. Se reemplazó el papel por
papel mache y finalmente por madera. Pero aún el más endurecido de estas
figuras de dragones no asustaba a Gawaine. Un golpe de hacha siempre hacía el
trabajo.
El director decidió a finales de junio que era tiempo más que
suficiente para una prueba. Precisamente la noche anterior un dragón había
llegado tan cerca del campus escolar que se había comido algunas lechugas del
jardín. El cuerpo docente decidió que Gawaine estaba preparado. Le dieron un
diploma y una nueva hacha y el director lo llamó a una plática privada.
-Siéntate, dijo el director.
Gawaine titubeó.
-Has recibido tu diploma, dijo el director; -ya no eres un muchacho,
eres un hombre. Mañana saldrás al mundo, al gran mundo del éxito.
-Aquí has aprendido las teorías de la vida, continuó el director,
-pero después de todo, la vida no es un asunto de teorías. La vida es un asunto
de hechos y llama a los jóvenes y a los viejos por igual para enfrentar estos
hechos, aunque sean duros y con frecuencia desagradables. Tu problema, por
ejemplo, es matar dragones.
Dicen que los dragones en el bosque del sur son de cien metros, dijo
Gawaine.
Tontería y disparate, dijo el director, -el cura vio uno la semana
pasada en la punta de la colina de Arturo. El dragón se estaba asoleando en el
valle. El cura no tuvo la oportunidad de verlo por mucho tiempo porque creyó
que su deber era apresurarse para reportármelo. Dijo que el monstruo o ¿diría
una lagartijota? no tenía un centímetro más de dos cientos metros. Pero el
tamaño no tiene nada que ver con todo esto. Encontrarás más fáciles aún a los
grandotes que a los chicos. Se mueven mucho más lentamente y son menos
agresivos, según dicen. Además, antes que tú vayas, voy a equiparte de tal
manera que no vas a necesitar tener miedo a ningún dragón del mundo entero.
-Me gustaría una capa encantada, dijo Gawaine.
-¿Qué es eso?, contestó el director.
-Una capa que me haga desaparecer, explicó Gawaine.
El director rió. -No debes creer todos esos cuentos, dijo.
No existe semejante cosa. Una capa que te haga desaparecer en verdad.
¿Qué harías con eso? Ni siquiera te has aparecido, caramba muchacho, podrías
caminar de aquí a Londres y nadie se fijaría en tí. No eres nadie. No puedes
ser más invisible que eso". Gawaine parecía peligrosamente cercano a
lloriquear. El director le volvió a decir: "No te preocupes, te daré algo
mucho mejor que una capa encantada. Te voy a dar una palabra mágica. Todo lo
que tienes que hacer es repetir esta palabra mágica una sola vez y ningún
dragón podrá tocarte un pelo de tu cabeza. Tú podrás cortarle la cabeza a tu
gusto.
Tomó un gran y pesado libro del estante detrás de su escritorio y
empezó a hojearlo. -Algunas veces, dijo, -el hechizo es una oración entera.
Creo que una sola palabra sería mejor para los dragones.
-Una palabra corta, sugirió Gawaine.
-No puede ser muy corta o no sería poderosa. No hay tanta prisa. Aquí
está una esplendida palabra mágica: Rumplesnitz. ¿Crees que puedas
aprendértela?
Gawaine lo intentó y en una hora más o menos pareció haberla memorizado.
Una y otra vez interrumpía la lección para inquirir, -¿y si digo Rumplesnitz,
el dragón simplemente no podrá herirme? Y siempre el director contestaba -si
sólo dices Rumplesnitz, estarás perfectamente seguro.
Hacia el amanecer Gawaine pareció aceptar su profesión. Al alba, el
director lo vio en el margen del bosque y apuntaba en la dirección en que debía
ir. Cerca de un kilómetro rumbo al sudeste una nube de vapor sobresalía en un
prado abierto en el bosque. El director aseguró a Gawaine que bajo la nube de
vapor encontraría un dragón. Gawaine avanzó lentamente. Se preguntaba si sería
mejor acercarse al dragón corriendo como lo hacía en su práctica en el prado
sur de su escuela o caminar lentamente hacia él, gritando Rumplesnitz mientra
avanzaba.
El problema no lo decidió él. Tan pronto como llegó al borde del
prado, el dragón ya lo había visto y empezó la carga. Era un gran dragón y aún
así parecía muy agresivo a pesar de lo dicho por el director. Conforme el
dragón atacaba, dejaba escapar enormes nubes de vapor silbante a través de sus
narices. Era casi como si una gigantesca tetera se hubiera vuelto loca. El
dragón avanzaba tan rápido y Gawaine tenía tanto miedo que apenas tuvo tiempo
de decir Rumplesnitz una vez. Al decirlo, hizo girar su hacha de batalla y
cortó la cabeza del dragón. Gawaine tuvo que admitir que era más fácil matar un
dragón real que matar al de madera, con sólo decir Rumplesnitz. DRAGÓN
Gawaine trajo las orejas y una pequeña sección de la cola a casa. Sus
compañeros y el cuerpo docente mucho lo alabaron, pero el director sabiamente
lo alabo con exceso e insistió que siguiera con su trabajo. Todos los días, al
clarear, Gawaine se levantaba y salía a matar dragones. El director lo
aguardaba en casa, cuando llovía, porque decía que los bosques eran húmedos e
insolubres en esa estación. Pocos buenos días pasaron en que Gawaine fallara en
obtener un dragón. En un día muy afortunado mató tres: el esposo y la esposa y
un pariente que los visitaba. Gradualmente desarrolló una técnica. Los alumnos
que algunas veces lo observaban desde las cumbres y alejados decían que con
frecuencia permitía que el dragón llegara a unos pasos antes de pronunciar
Rumplesnitz. Ocasionalmente exageraban para lucirse. Cierta vez cuando un
personaje importante de Londres lo estaba observando, entró en acción con su
mano derecha atada a la espalda. La cabeza del dragón cayó con la misma
facilidad.
Conforme la cuenta de los dragones muertos por Gawaine ascendía, el
director encontraba imposible controlarlo totalmente. Cayó en el hábito de
parrandear por la noche en el pueblo cercano. Fue después de una larga noche de
parranda que se levantó un poco antes del amanecer en una esplendorosa mañana
de agosto y salió en pos de su quincuagésimo dragón. Le dolía la cabeza y su
pensamiento era lento. También se sentía pesado por sus medallas,
condecoraciones y todo lo demás que cargaba cuando salía a cazar dragones. Las
condecoraciones empezaban en el pecho y bajaban hasta el abdomen. Pesarían, por
lo menos, unos cuatro kilos.
Gawaine encontró un dragón en el mismo prado donde había matado al
primero. Era un dragón mediano pero viejo. Su cara estaba arrugada. Gawaine
pensó que nunca había visto una cara tan repulsiva. Mucho se disgustó el joven
cuando el monstruo rehusó atacar y Gawaine lo tuvo que hacer. Silbó al atacar.
El dragón, por supuesto, había escuchado a Gawaine. Aun cuando el joven levantó
su hacha de combate, el dragón no se movió. Le habían informado que a este
cazador lo protegía por un hechizo. Esperó deseando que algo pasara. Gawaine
volvió a levantar su hacha de combate y repentinamente la dejo caer. Se había
puesto muy pálido y se estremeció violentamente. El dragón sospechaba una
treta, -qué pasa, preguntó.
-Olvidé la palabra mágica, dijo Gawaine.
-Qué lástima, dijo el dragón, -así que ese era el secreto. No me
parece muy deportivo todo este asunto de la magia, sabes. Después de todo, eso
es cuestión de opinión.
Gawaine se quedo paralizado por el miedo, que la confianza del dragón
creció. No pudo evitar presumir un poco.
-Podría ayudarte, preguntó, -¿cuál es la primera letra de la palabra
mágica?.
-Comienza con r, susurró Gawaine.
-Veamos, se preguntó el dragón, eso no nos dice mucho, verdad.
-Gawaine negó con la cabeza.
-Bien, entonces, dijo el dragón, -mejor volvamos a lo que estábamos.
¿Te rindes?
Gawaine reunió suficiente valor para hablar.
-¿Qué harías si me rindo?,
preguntó.
-Caramba, te comería, dijo el dragón.
-¿Y si no me rindo?
-De todos modos te comeré.
-¿Entonces no hay ninguna diferencia, o si?, deploró Gawaine.
-La hay para mí, dijo el dragón con una sonrisa, -preferiría que no te
rindas. Sabrías mucho mejor si no lo haces.
Diciendo las últimas palabras, el dragón hecho su cabeza para atrás y
atacó. En aquel segundo, surgió en la mente de Gawaine la palabra mágica
Rumplesnitz, pero ni siquiera tuvo tiempo de pronunciarla. Sólo tuvo tiempo de
lanzar el golpe y, sin la palabra, Gawaine hizo frente al dragón con un golpe
demoledor. Comprometió su espalda y hombros en él. La cabeza del dragón rodó a
cien metros y aterrizó en un bosquecillo. Gawaine ya no tuvo miedo después de
la muerte del dragón. Se quedó maravillado y confundido. Una y otra vez
pensaba, no dije Rumplesnitz. Estaba totalmente seguro. No había duda que había
matado al dragón. De hecho, nunca había matado uno tan completamente.
Durante todo el regreso a la escuela buscó una explicación para lo que
había ocurrido. Fue a ver al director inmediatamente, y después de cerrar la
puerta le dijo lo que había sucedido. No dije Rumplesnitz, explicó.
El director rió. -Qué bueno que lo descubriste, dijo, -lo que te
convierte en algo más que héroe. ¿No te das cuenta? Ahora sabes que fuiste tú quien mató a todos esos
dragones y no la tonta palabreja Rumplesnitz.
Gawaine puso mala cara. -¿Entonces no era una palabra mágica después
de todo?, preguntó.
-Por supuesto que no, dijo el director. Y eres muy grande para tales
tonterías. No hay palabras mágicas.
-Pero me dijiste que era mágica, protestó Gawaine.
-No era mágica, contestó el director, -pero era
mucho más maravillosa que eso. La palabra te dio confianza. Alejó tus temores.
Si no te la hubiera dicho podrían haberte matado la primera vez. Fue tu hacha de
batalla la que te dió el triunfo. Gawaine sorprendió al director. La
explicación obviamente lo desilusionó. Interrumpió al director con -si no los
hubiera golpeado con toda fuerza y rapidez cualquiera de ellos hubiera podido
aplastarme como a ... como a ... le fallaba la palabra.
-Un cascarón, sugirió el director.
-Como un cascarón, repitió Gawaine, y lo dijo muchas veces. Durante
toda la cena, las personas que se sentaron junto a él, lo escucharon murmurar
-como un cascarón, como a un cascarón.
El siguiente día estaba despejado, pero Gawaine no se levantó al
amanecer. Era casi medio día, cuando el director lo encontró en la cama, con
las sábanas hasta su cabeza. El director llamó al asistente y juntos
prácticamente arrastraron al joven hacia el bosque.
-Se sentirá bien tan pronto como agregue dos dragones a su lista,
explicó el director.
El asistente estuvo de acuerdo. -Sería una vergüenza detener tan
magnífica carrera, dijo. -Caramba, contando con el de ayer, ha matado cincuenta
dragones, aseveró.
Empujaron al joven al matorral sobre el cual colgaba una nube de
vapor. Era un dragón más bien pequeño. Pero Gawaine no regresó aquella noche o
la siguiente. De hecho, nunca regresó. Algunas semanas después, algunos
estudiantes valientes y miembros del cuerpo docente de la escuela exploraron el
bosque, pero no pudieron encontrar nada que les recordara a Gawaine, excepto la
parte metálica de sus medallas. Aun los listones habían sido devorados.
El director y el asistente estuvieron de acuerdo en que lo mejor sería
no decir nada en la escuela de cómo Gawaine había logrado la marca y menos aún
de cómo había muerto. Creyeron que podía tener un mal efecto en el espíritu de
la escuela. Gawaine vivió en el recuerdo de la escuela como su héroe más
grande. Hoy ningún visitante sale del edificio sin ver el gran escudo que
cuelga de la pared del comedor. Cincuenta pares de orejas de dragón están
montadas en el escudo, debajo, en letras de oro está "Gawaine le
Coeur-Hardy", seguido de una simple inscripción "Mató cincuenta dragones".
Este logro nunca
ha sido igualado.
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