viernes, 21 de marzo de 2014

Ensayo y traducción de La trampa de oro de Louis L'Amour por Sergio Núñez Guzman



Trap of gold                                   
Louis L’Amour
Essay: Sergio Núñez Guzmán

The story’s protagonist is Wetherton who was looking for gold in the middle of nothing, the desert. He found it. He was alone, but he knew what he was doing. There was gold under the cliffs which were crumbling.
            The author has success, because the reader is asking himself what Wetherton is going to do. And the wish for gold or the fear of death is right here. What do we choose?
            Wetherton began to dig. He took out gold and more gold. The mountain began to shake, but he couldn’t run, running meant to make noise, and there were too many rocks under his feet. He got a lot of fear. He visualized all this and remained quiet. The game was between him and the crumbling cliff. He was fighting against the nature. After some moments, he was digging and digging carefully. What time was it? He didn’t have any idea. He was very tired with a big hunger and could drink all the water of the river. At last he went out with a sack of gold. He drank fresh water and ate as much as he could, and went to sleep with all his dreams. He would buy a house in the town for his wife and his son, but. . . he hadn’t enough gold for doing all he wanted to do. He had to go back. The great cliff was falling down. There, there was gold, only gold.
            The reader can not leave the reading. The author take us and I, the reader, want to go on reading. What is going to happen?
            The reading hooked us in two ways: the first one by the events, by the story’s plot and the second one by the unconscious wish to get the gold for ourselves, when we ask ourselves what would we do? Here is a trap for the reader. When are we going to stop this desire for money? Yes, the gold is here. What do we learn of reading this story? Are we conscious about what are we reading? There is a superficial reading, and there is a profound reading. Which is which? Here is the other trap. Did we understand the story’s message? There is a pragmatic message. Here is the lesson that the author taught us: when to stop.
Sergio Núñez Guzmán.

La trampa de oro
La enorme riqueza estaba aquí para ser tomada
Louis L’Amour
Traductor: Sergio Núñez Guzmán

Wetherton había estado tres meses fuera de Horsehead antes de que encontrara su primer color. Al principio fueron unos poquitos granos esparcidos tomados de la base de un abanico aluvial donde millones de toneladas de arena y limo habían sido lavados de una cadena de cumbres escabrosas; aun así el oro estaba mellado bajo la lupa.
            El oro que era llevado lejos aparecía desgastado y pulido por la acción abrasiva de las rocas y arena que lo acompañaban, por lo que éste no podía haber sido arrastrado de un lugar distante. Con precaución nacida de la experiencia cruel, buscó donde sentarse y encendió su pipa, ya que se encontraba muy excitado.
            Era un hombre contemplativo por naturaleza, la experiencia le había enseñado cómo es que un hombre puede ser engañado por la esperanza, aunque todos sus instintos le decían que la fuente del oro estaba en algún lado en la montaña arriba. Podía haber bajado con el arrastre que rodeaba la base de la montaña, pero la condición irregular del oro lo hacía imposible.
            La base del abanico era de una media milla de ancho y cientos de pies de espesor, construida de limo y arena acarreados por siglos de erosión entre las cumbres más altas. El punto de la amplia V del abanico estaba entre dos elevaciones encumbradas de granito, pero desde donde Wetherton estaba sentado podía ver que la fuente actual del abanico estaba mucho más alta.
            Wetherton acampó cerca de un pequeño manantial al occidente del abanico, luego estacó sus burros y empezó su ascenso. Cuando se encontró dos mil pies más arriba, se detuvo, al descansar otra vez y mientras reposaba, quitó al oro algo de barro. Sorpresivamente, sólo había unos pocos granos de oro todavía en aquella primera cacerola, por lo que continuó su ascenso y atravesó al fin entre los portales de la elevación de las columnas de granito.
            Encima de esta abertura natural estaban tres abanicos de aluvión que se unían en la entrada para derramarse en el abanico más grande de abajo. Dos veces intentó encontrar oro en la cacerola sin ningún resultado, pero la tercera vez, aún por el relativo deficiente método de la cacerola, sacó una docena de colores dorados, todos de buen tamaño.
            La cabeza de este abanico yacía en una gigantesca grieta en un levantamiento granítico que semejaba una ruina fantástica. Se detuvo al tomar aliento, su mirada se dirigió a la base de esta elevación, y justo ante él, el granito crujiente estaba acuchillado por una vena de cuarzo que literalmente estaba atado con cintas de oro.
            Se movía con dificultad más cerca entre la arena suelta, su corazón bombeaba más por la excitación que por la altitud y el esfuerzo, llegó a un alto abrupto. La banda de cuarzo era de seis pies de ancho, y aquellos seis pies estaban cubiertos de telarañas de oro.
            Era increíble, pero aquí estaba.
            Aun así, todavía en este momento de éxito, algo acerca del acantilado se proyectaba, que lo estaba deteniendo para seguir adelante. Su cautela innata se apoderó de él, y lo hizo retroceder para examinar el abismo a mayor distancia. Precavido por lo que vio, rodeó el batolito y entonces subió a la cresta trasera desde la cual pudo ver hacia abajo sobre la techumbre. Lo que vio desde ahí lo dejó nervioso y con la boca seca.
            El levantamiento granítico era obviamente una parte de una cordillera mucho más vieja, una que se había curtido a la intemperie y que se había deteriorado, que había sufrido de sacudidas y torceduras hasta que finalmente esta torre de granito fue elevada con violencia, dejándola de pie, una ruina temblorosa entre cimas más jóvenes y más firmes. En el proceso, las rocas habían sido despedazadas y partidas por fuerzas poderosísimas hasta que se convirtieron en el horror de los mineros. Wetherton estaba con la vista fija, fascinado por el proyecto. Con la enorme riqueza que estaba aquí para ser tomada, cada onza se agarraría arriesgando la propia vida.
            Un cartucho de pólvora tumbaría toda la mole crujiente y la haría un montón. Y se asomaban todos los trescientos pies sobre su base en el abanico. La techumbre del batolito estaba rasgada con cuarteaduras gigantescas, rayadas literalmente con grietas como la pared de un edificio viejo que ha permanecido de pie después de un bombardeo intenso. Al regresar a la base de la torre, Wetherton se sorprendió cuando pudo pulverizar los trozos de cuarzo con sus dedos.
            La veta de oro yacía cuesta abajo a un lado y en la base real. La pared exterior del levantamiento estaba ladeada tanto que un hombre, cuando trabajara en la veta, cortaría su camino hacia los precisos cimientos de la torre y un solo golpe del pico tiraría toda la mole sobre él mismo. Además, si la roca caía, la veta sería enterrada sin esperanza bajo miles de toneladas de roca y estaría perdida sin el desembolso de un mucho mayor capital del que él pudiera disponer. Y en ese momento, el total de dinero en la mano de Wetherton sumaba escasamente menos de cuarenta dólares.
            A treinta yardas de la cara del acantilado se sentó sobre la arena y encendió la pipa una vez más. Un hombre podría sacar toneladas de ahí sin problemas, y todavía pudiera colapsar al primer golpe. Todavía así, sabía que no había alternativa. Necesitaba el dinero, y ahí estaba frente a él. Aún cuando tuviera éxito, había dos cosas que debía evitar: la primera, ser consciente del peligro que significaba la falta de cuidado; la segunda, aquel impulso de regresar por un poquito más que podría matarlo.
            Anochecía y no había comido, pero no tenía hambre. Rodeó el batolito, lo estudió desde cada ángulo para llegar a la conclusión que su primera valoración había sido correcta. La única manera de conseguir el oro era introducirse a la sombra precisa de la pared que se reclinaba y atacarla en su misma base, cavándola en el cimiento mismo de la mole. Desde donde estaba de pie parecía ridículo que un simple hombre,  con un solo golpe de pico pudiera derribar aquella mole rocosa, aun así, era consciente de lo delicado que tal balance podría representar.
            La torre estaba situada sobre lo que podría ser descrito como la cumbre castrense de la cordillera, y el abanico aluvial estaba inclinado en  pendiente lejos de su lado más bajo y más empinado que una escalera en declive. La cima de la pared que se ladeaba oscurecía la cúspide del abanico y si comenzara a desintegrarse y un hombre tuviera algún aviso, podría correr hacia el norte con una escasa oportunidad de escape. La arena suave en la que debía correr sería un impedimento, pero podría ser aligerada al hacer un camino con rocas planas hundidas en la arena.
Había polvo cuando regresó a su campamento. Con premeditación, no se otorgó el permiso para empezar a trabajar, no tan sólo por una muestra.
Debía ser precavido en todos sus actos, y nunca, ni por un segundo, olvidaría la mole que se encumbraba  encima de él. Un resquebrajado segundo de titubeo cuando el derrumbe llegara, que él aceptaba como algo inevitable, simbolizaría el entierro bajo toneladas de rocas desmigajadas.
            A la mañana siguiente, estacó sus burros en una pradera pequeña cerca de la grieta, aseada la grieta misma, el almuerzo preparado. Además de quitarse la camisa, tomó un par de guantes y se encaminó hacia el frente del acantilado. Sin embargo, aun en ese momento no empezó, pues sabía que por esta costumbre de cautela y reflexión podría depender no sólo su éxito en la aventura sino también su vida misma. Reunió algunas piedras planas y empezó a colocarlas para hacer su camino. “Cuando empieces a moverte,” se dijo a sí mismo, “tendrás que ser rápido.”
            Finalmente, y con gran cuidado, empezó a dar golpecitos al cuarzo,  agrandando las fisuras con el pico y removiendo los fragmentos, entonces palanqueó todos los pedazos fijos. No hacía oscilar el pico, sino lo utilizaba como una palanca. El cuarzo estaba quebradizo y un hombre podría conseguir un considerable montón por este método de picar o aun jalándolo con las manos. Cuando llenó el saco con el cuarzo más rico, lo acarreó sobre el camino hacía un lugar seguro más allá de la sombra de la torre. Al regresar, apisona un poco más las rocas planas del camino y empezó un segundo saco. Trabajó con mayor cuidado del que era, tal vez, esencial. No era y no había sido jamás un jugador.
            En la operación presente estaba tomando un riesgo calculado cuidadosamente en que cada eventualidad había sido sopesada y reflexionada. Necesitaba el dinero e intentaba obtenerlo; tenía una buena idea de las oportunidades de éxito, pero sabía que el peligro más grave era convertirse en demasiado voraz, mucho se absorbía en su tarea.
            Al bajar dos sacos de la colina, encontró un bloque horizontal de pedernal y con un solo cric procedió a separar el cuarzo. Era un lento y arduo trabajo, pero no existían mejores medios para extraer el oro. Después de quebrar o triturar el cuarzo, mucho del oro podía separarse con una hoja de cuchillo, porque  estaba asombrosamente concentrado. Con agua de la fuente, Wetherton lavaba en la cacerola los restos hasta que era muy tarde para ver.
            Fuera de sus cobijas al amanecer, tomó el desayuno y completó la extracción del oro. En un cálculo aproximado, su primer día de trabajo representaría unos cuatrocientos dólares. Hizo un escondite para el saco de oro y después recogió  los sacos vacíos de mineral y subió a la torre.
            El aire estaba limpio y fresco, el sol calentaba después de una noche friolenta y le agradó el tacto del pico en sus manos.
            Laura y Tony lo esperaban de regreso en Horsehead, y si moría aquí, había una muy escasa oportunidad de que se enteraran de lo sucedido. Pero no pretendía morir. El oro que estaba extrayendo de esta roca era para ellos y no para él.
            Significaría una vida más fácil en una ciudad más grande, una casa de su propiedad y aquello que una mujer desea para su casa, y sobre todo una educación para Tony. A él, le bastaba el pensamiento de volver a casa, volver a ver a su esposa y a su hijo y el desierto mismo. Y lo uno era tan necesario para él como lo otro.
            El desierto sería su muerte, se lo habían dicho muchas veces y no era necesario que se lo dijeran; por ahora, pocos hombres conocían el desierto como él. El desierto era para él lo que una orquesta es para un director excelente, lo que un cuerpo humano es para un cirujano. Era su trabajo, su vida, y aquello que mejor conocía. Siempre sonreía cuando, al principio, examinaba el desierto como si empezara un nuevo viaje. ¿Éste lo sería?
            Surgió el día, continuó el trabajo con un vaivén todavía moderado del pico y con el cuidadoso relleno del saco. El oro relucía brillante y hermoso en el cuarzo cristalino, lo que era aún mucho más hermoso que el oro mismo. De vez en cuando, conforme la mañana avanzaba, se detenía para descansar y tomar aliento profundo de aire fresco y limpio. Premeditadamente, rehusaba apresurarse.
            Por diecinueve días, trabajó sin descanso, ocho horas diarias al principio, luego aminoró esas horas a siete y después a seis. Wetherton no se explicaba porque hizo esto, pero se dio cuenta que era extremadamente difícil permanecer realizando esta tarea. Una y otra vez se retiraba de la cara de la mole con una u otra excusa, y cada vez principiaba a sentir su pelo cabelludo erizado, sus pasos eran más rápidos,  y cada vez regresaba más renuente.
            Tres veces, al iniciar el décimo tercer día, otra vez en el décimo séptimo y finalmente en el décimo noveno, escuchó un movimiento en la torre. Si aquel murmullo en la  mole era normal, no lo sabía. Un movimiento natural semejante podría haberse prolongado por siglos. Sólo sabía que sucedía ahora y cada vez  que sucedía un estremecimiento frio recorría su espina dorsal.
            Su trabajo había hecho un corte profundo en la base de la torre, tal corte se hizo como si un hombre hubiera podido hacerlo al palpar un árbol pero más amplio y más profundo. Los sacos de oro, también se aumentaron. Ahora eran siete, y su total, así lo creía, ascendería alrededor de más de cinco mil dólares, con toda probabilidad, cerca de los seis mil. Al ir profundizando en la roca, la veta se convertía en más rica.
            Ahora trabajaba sobre sus rodillas. La veta se había inclinado hacia abajo en tanto penetraba la base de la torre, estaba totalmente nueve pies dentro de la torre con la gran mole encima de él. Si aquella roca cedía mientras estaba trabajando, él sería aplastado en un instante sin oportunidad de escape; sin embargo, continuaba.
            El cambio en la torre rocosa no era solamente una alteración, ya que él había perdido peso y ya no dormía bien. En la noche del vigésimo día, determinó que ya tenía seis mil dólares y su meta eran diez mil. Al siguiente día, la roca era más rica que nunca. Como si lo provocara a seguir trabajando más y más, pues mientras más profundo hacía el corte, más rico se convertía el mineral. A la caída de la noche de aquel día había sacado más de mil dólares.
            Ahora la codicia del oro se estaba apoderando de él, lo agarraba de la garganta. Estaba fascinado por el peligro que representaba la torre tanto como por el oro. Tres días más para partir, ¿podría dejarlo entonces? Miró de nuevo a la torre y sintió una sensación peculiar de corazonada, el sentimiento de que aquí iba a morir y de lo que nunca escaparía. ¿Era su imaginación o la pared exterior se había inclinado un poco más?
            En la mañana del vigésimo segundo día, escaló el abanico situado sobre un sendero que usa, había sido construido en una serie de escalones continuos; nunca había contado estos escalones, pero ahí deberían haber sido más de mil. Dejó caer su cantimplora en un hoyo sombreado y pico en mano, caminó a la torre.
            La inclinación adelantada, en verdad, se presentaba un poco más que antes ¿o era la luz? La cuarteadura que corría detrás de la pared exterior parecía haberse ensanchado, y cuando la examinó de más cerca, descubrió una pila pequeña de sedimento que corría con vigor cerca del fondo de la grieta, por lo tanto si se había movido.
            Wetherton titubeaba al contemplar la roca con atención cautelosa. Era un tonto si regresaba otra vez. Siete mil dólares era más de lo que él nunca había tenido en su vida anterior, pero en las siguientes pocas horas podría sacar al menos mil dólares más, y en los tres días siguientes, podía fácilmente tener los diez mil que se había propuesto como su meta.
            Se dirigió a la abertura, se dejó caer en sus rodillas, y se arrastró hacia la estrechez del achatado agujero de azotea. Tan pronto como penetró el miedo ascendió a su garganta. Se sintió cogido en la trampa, rígido, pero reprimió el pánico ascendente y empezó a trabajar. Sus primeros golpes eran tan temerosos y débiles que nada aparecía suelto. Aún así, cuando decidió comenzar, principio a trabajar con una intensidad febril que era totalmente diferente a él.
            Cuando redujo el esfuerzo, y, entonces se detuvo para llenar su saco, estaba haciendo esfuerzos para respirar, pero a pesar de su prisa, el saco no estaba totalmente lleno. De mala gana, levantó su pico otra vez, pero antes pudo dar un golpe, la mole gigantesca encima de él parecía crujir como algo cansado y viejo. Un estremecimiento profundo recorría el pilote colosal y entonces un chirrido hondo que lo enfermó de horror. Todos sus planes para la fuga inmediata se congelaron, y no fue hasta que el crujido cesó que se dio cuenta que yacía sobre su espalda, sin aliento con miedo y esperanza. Con lentitud, se abrió paso poco a poco hacia el aire y caminó luchando con el deseo de correr lejos de la roca.
Cuando se detuvo cerca de su cantimplora, estaba retorciéndose con un sudor frío y vibrando en cada músculo. Se sentó sobre la roca y luchó por controlarse. No fue hasta unos veinte minutos después que se controló y se puso de pie.
            A pesar de su experiencia, sabía que si no regresaba ya, no regresaría jamás. Tenía fuera sólo un saco por ese día y quería otro. Rodeo el batolito, examinó la grieta que se ensanchaba, esforzándose otra vez, en un tercer intento, para encontrar otros medios de acceso a la veta.
            La inclinación de la pared exterior era obvia, y no podía estar más de pie sin venirse abajo. Era posible que por cortar dentro de la pared de la columna y al desviarla hacia abajo con un golpe, tocaría la veta en un punto más seguro. Además, este golpe dado en el cimiento pondría la torre más cerca del colapso y volvería inalcanzable su otro agujero. Además, este nuevo intento no sería indemne, aunque sin medida más seguro, que el agujero que había dejado. Titubeante, miró hacia atrás, al agujero.
            Una vez más? el metal ahora era fabulosamente rico, y  pocas onzas que necesitaba para llenar el saco, lo podría conseguir en sólo un ratito. Vio fijamente el agujero negro  y sin duda el más angosto, entonces miró hacia arriba, a la pared inclinada. Levantó su pico y, con la boca seca, reinició el trabajo, conducido por una fascinación que estaba más allá de toda razón.
            Con su corazón que golpeaba con insistencia, se dejo caer en sus rodillas al frente del túnel. El aire parecía sofocante y pudo sentir su cuero cabelludo erizándose, pero una vez más, comenzó a andar a gatas, era lo mejor. El frente donde ahora trabajaba estaba al menos a dieciséis pies de la boca del túnel. Pico en mano, principió a poner cuñas desde sus bases. La partida parecía ahora más dura, y los pedazos no se soltaban tan fácilmente. Encima de él, la torre no emitía ningún ruido. El peso aplastante ahora era algo tangible. Podía casi sentirlo creciendo e incrementándose con cada uno de sus movimientos. La montaña parecía descansar sobre sus hombros, aplastando el aire de sus pulmones.
            Repentinamente se detuvo, con su saco casi lleno, se contuvo y permaneció muy tranquilo, fijando la vista en el tamaño de la roca encima de él.
            No.
            Él no iría más allá. Renunciaría ahora. Ningún otro saco lleno. Ni una libra más. Saldría ahora. Bajaría la montaña sin mirar atrás, y seguiría su camino. Su esposa lo esperaba en casa, Toñito, que correría gustoso a encontrarlo. Era mucho lo que estaba en juego.
            Con la decisión llegó la paz, vino la seguridad. Suspiró a fondo, y se relajó, y entonces le pareció que cada músculo de su cuerpo había sido anudado con presión. Se volvió sobre su lado y con gran lentitud reunió su linterna, su saco, su pico de mano.
            Había ganado. Había derrotado a la torre crujiente; había vencido a su propia codicia. Retrocedió fácilmente sin el cuidado que había caracterizado sus movimientos primeros en la cueva. Su pie ciego que confiaba encontró la roca que se  asomaba, una pieza de cuarzo sobresaliente de la pared desbastada.
            El golpe fue muy débil, demasiado tenue para que hubiera producido la reacción que siguió. La roca parecía vibrar como la carne de una bestia cuando estaba pariendo. Una vibración extraña recorría esa roca vieja, después un gemido jadeante, profundo.
            Había esperado demasiado tiempo.
            El miedo lo invadió velozmente, apremiándolo, en tanto su cuerpo se retorcía, contrayéndose en el espacio más pequeño posible. Intentó conseguir que sus músculos se movieran por debajo de los sonidos crecientes que vibraban a través del pasaje. Los susurros de la roca se convirtieron en un gruñido terrible, y hubo un traqueteo de guijarros. Luego silencio.
            El silencio era más espantoso que el sonido. De alguna manera, estaba reptando, aún cuando esperaba que la avalancha de oro lo sepultara. Abruptamente sus pies estaban en la luz. Estaba fuera.
Corrió sin detenerse, pero detrás de él oyó un rugido creciente que no podía dejar de percibir. Cuando se dio cuenta de la pendiente de tierra en que debía estar seguro de la roca que se precipitara. Cayó de rodillas. Se volvió y miró hacia atrás. El sonido rugiente, sordo como un trueno detrás de las montañas, continuaba, pero no había ningún cambio visible en la torre. De repente, cuando observaba, toda la formación de la roca parecía desplazarse y ladearse. El movimiento duró sólo unos segundos, pero antes las toneladas de roca habían encontrado su nuevo equilibrio, su túnel y el área a su alrededor había desaparecido totalmente de la vista.
Cuando finalmente pudo ponerse de pie, Wetherton tomó su saco de metal y su cantimplora. El viento refrescaba su cara mientras se alejaba, y ya no miró hacia atrás otra vez.

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