Trap of gold
Louis L’Amour
Essay: Sergio Núñez Guzmán
The story’s protagonist is Wetherton who was looking for gold in the
middle of nothing, the desert. He found it. He was alone, but he knew what he
was doing. There was gold under the cliffs which were crumbling.
The author has success,
because the reader is asking himself what Wetherton is going to do. And the
wish for gold or the fear of death is right here. What do we choose?
Wetherton began to dig.
He took out gold and more gold. The mountain began to shake, but he couldn’t
run, running meant to make noise, and there were too many rocks under his feet.
He got a lot of fear. He visualized all this and remained quiet. The game was
between him and the crumbling cliff. He was fighting against the nature. After
some moments, he was digging and digging carefully. What time was it? He didn’t
have any idea. He was very tired with a big hunger and could drink all the
water of the river. At last he went out with a sack of gold. He drank fresh
water and ate as much as he could, and went to sleep with all his dreams. He
would buy a house in the town for his wife and his son, but. . . he hadn’t
enough gold for doing all he wanted to do. He had to go back. The great cliff
was falling down. There, there was gold, only gold.
The reader can not leave
the reading. The author take us and I, the reader, want to go on reading. What
is going to happen?
The reading hooked us
in two ways: the first one by the events, by the story’s plot and the second
one by the unconscious wish to get the gold for ourselves, when we ask ourselves
what would we do? Here is a trap for the reader. When are we going to stop this
desire for money? Yes, the gold is here. What do we learn of reading this
story? Are we conscious about what are we reading? There is a superficial
reading, and there is a profound reading. Which is which? Here is the other
trap. Did we understand the story’s message? There is a pragmatic message. Here
is the lesson that the author taught us: when to stop.
Sergio Núñez Guzmán.
La trampa de
oro
La enorme
riqueza estaba aquí para ser tomada
Louis L’Amour
Traductor: Sergio Núñez Guzmán
Wetherton había
estado tres meses fuera de Horsehead antes de que encontrara su primer color.
Al principio fueron unos poquitos granos esparcidos tomados de la base de un
abanico aluvial donde millones de toneladas de arena y limo habían sido lavados
de una cadena de cumbres escabrosas; aun así el oro estaba mellado bajo la
lupa.
El oro que era llevado lejos
aparecía desgastado y pulido por la acción abrasiva de las rocas y arena que lo
acompañaban, por lo que éste no podía haber sido arrastrado de un lugar
distante. Con precaución nacida de la experiencia cruel, buscó donde sentarse y
encendió su pipa, ya que se encontraba muy excitado.
Era un hombre contemplativo por
naturaleza, la experiencia le había enseñado cómo es que un hombre puede ser
engañado por la esperanza, aunque todos sus instintos le decían que la fuente
del oro estaba en algún lado en la montaña arriba. Podía haber bajado con el
arrastre que rodeaba la base de la montaña, pero la condición irregular del oro
lo hacía imposible.
La base del abanico era de una media
milla de ancho y cientos de pies de espesor, construida de limo y arena
acarreados por siglos de erosión entre las cumbres más altas. El punto de la
amplia V del abanico estaba entre dos elevaciones encumbradas de granito, pero
desde donde Wetherton estaba sentado podía ver que la fuente actual del abanico
estaba mucho más alta.
Wetherton acampó cerca de un pequeño
manantial al occidente del abanico, luego estacó sus burros y empezó su
ascenso. Cuando se encontró dos mil pies más arriba, se detuvo, al descansar
otra vez y mientras reposaba, quitó al oro algo de barro. Sorpresivamente, sólo
había unos pocos granos de oro todavía en aquella primera cacerola, por lo que
continuó su ascenso y atravesó al fin entre los portales de la elevación de las
columnas de granito.
Encima de esta abertura natural
estaban tres abanicos de aluvión que se unían en la entrada para derramarse en
el abanico más grande de abajo. Dos veces intentó encontrar oro en la cacerola
sin ningún resultado, pero la tercera vez, aún por el relativo deficiente
método de la cacerola, sacó una docena de colores dorados, todos de buen
tamaño.
La cabeza de este abanico yacía en
una gigantesca grieta en un levantamiento granítico que semejaba una ruina
fantástica. Se detuvo al tomar aliento, su mirada se dirigió a la base de esta elevación,
y justo ante él, el granito crujiente estaba acuchillado por una vena de cuarzo
que literalmente estaba atado con cintas de oro.
Se movía con dificultad más cerca
entre la arena suelta, su corazón bombeaba más por la excitación que por la
altitud y el esfuerzo, llegó a un alto abrupto. La banda de cuarzo era de seis
pies de ancho, y aquellos seis pies estaban cubiertos de telarañas de oro.
Era increíble, pero aquí estaba.
Aun así, todavía en este momento de
éxito, algo acerca del acantilado se proyectaba, que lo estaba deteniendo para
seguir adelante. Su cautela innata se apoderó de él, y lo hizo retroceder para
examinar el abismo a mayor distancia. Precavido por lo que vio, rodeó el
batolito y entonces subió a la cresta trasera desde la cual pudo ver hacia abajo
sobre la techumbre. Lo que vio desde ahí lo dejó nervioso y con la boca seca.
El levantamiento granítico era
obviamente una parte de una cordillera mucho más vieja, una que se había curtido
a la intemperie y que se había deteriorado, que había sufrido de sacudidas y
torceduras hasta que finalmente esta torre de granito fue elevada con
violencia, dejándola de pie, una ruina temblorosa entre cimas más jóvenes y más
firmes. En el proceso, las rocas habían sido despedazadas y partidas por
fuerzas poderosísimas hasta que se convirtieron en el horror de los mineros.
Wetherton estaba con la vista fija, fascinado por el proyecto. Con la enorme
riqueza que estaba aquí para ser tomada, cada onza se agarraría arriesgando la
propia vida.
Un cartucho de pólvora tumbaría toda
la mole crujiente y la haría un montón. Y se asomaban todos los trescientos
pies sobre su base en el abanico. La techumbre del batolito estaba rasgada con
cuarteaduras gigantescas, rayadas literalmente con grietas como la pared de un
edificio viejo que ha permanecido de pie después de un bombardeo intenso. Al
regresar a la base de la torre, Wetherton se sorprendió cuando pudo pulverizar
los trozos de cuarzo con sus dedos.
La veta de oro yacía cuesta abajo a
un lado y en la base real. La pared exterior del levantamiento estaba ladeada
tanto que un hombre, cuando trabajara en la veta, cortaría su camino hacia los
precisos cimientos de la torre y un solo golpe del pico tiraría toda la mole
sobre él mismo. Además, si la roca caía, la veta sería enterrada sin esperanza
bajo miles de toneladas de roca y estaría perdida sin el desembolso de un mucho
mayor capital del que él pudiera disponer. Y en ese momento, el total de dinero
en la mano de Wetherton sumaba escasamente menos de cuarenta dólares.
A treinta yardas de la cara del
acantilado se sentó sobre la arena y encendió la pipa una vez más. Un hombre
podría sacar toneladas de ahí sin problemas, y todavía pudiera colapsar al
primer golpe. Todavía así, sabía que no había alternativa. Necesitaba el
dinero, y ahí estaba frente a él. Aún cuando tuviera éxito, había dos cosas que
debía evitar: la primera, ser consciente del peligro que significaba la falta
de cuidado; la segunda, aquel impulso de regresar por un poquito más que podría
matarlo.
Anochecía y no había comido, pero no
tenía hambre. Rodeó el batolito, lo estudió desde cada ángulo para llegar a la
conclusión que su primera valoración había sido correcta. La única manera de
conseguir el oro era introducirse a la sombra precisa de la pared que se
reclinaba y atacarla en su misma base, cavándola en el cimiento mismo de la
mole. Desde donde estaba de pie parecía ridículo que un simple hombre, con un solo golpe de pico pudiera derribar
aquella mole rocosa, aun así, era consciente de lo delicado que tal balance
podría representar.
La torre estaba situada sobre lo que
podría ser descrito como la cumbre castrense de la cordillera, y el abanico
aluvial estaba inclinado en pendiente
lejos de su lado más bajo y más empinado que una escalera en declive. La cima
de la pared que se ladeaba oscurecía la cúspide del abanico y si comenzara a
desintegrarse y un hombre tuviera algún aviso, podría correr hacia el norte con
una escasa oportunidad de escape. La arena suave en la que debía correr sería
un impedimento, pero podría ser aligerada al hacer un camino con rocas planas
hundidas en la arena.
Había polvo cuando regresó a su campamento. Con
premeditación, no se otorgó el permiso para empezar a trabajar, no tan sólo por
una muestra.
Debía ser precavido en todos sus actos, y nunca, ni por un
segundo, olvidaría la mole que se encumbraba encima de él. Un resquebrajado segundo de
titubeo cuando el derrumbe llegara, que él aceptaba como algo inevitable,
simbolizaría el entierro bajo toneladas de rocas desmigajadas.
A la mañana siguiente, estacó sus
burros en una pradera pequeña cerca de la grieta, aseada la grieta misma, el
almuerzo preparado. Además de quitarse la camisa, tomó un par de guantes y se
encaminó hacia el frente del acantilado. Sin embargo, aun en ese momento no
empezó, pues sabía que por esta costumbre de cautela y reflexión podría
depender no sólo su éxito en la aventura sino también su vida misma. Reunió
algunas piedras planas y empezó a colocarlas para hacer su camino. “Cuando
empieces a moverte,” se dijo a sí mismo, “tendrás que ser rápido.”
Finalmente, y con gran cuidado,
empezó a dar golpecitos al cuarzo,
agrandando las fisuras con el pico y removiendo los fragmentos, entonces
palanqueó todos los pedazos fijos. No hacía oscilar el pico, sino lo utilizaba
como una palanca. El cuarzo estaba quebradizo y un hombre podría conseguir un
considerable montón por este método de picar o aun jalándolo con las manos.
Cuando llenó el saco con el cuarzo más rico, lo acarreó sobre el camino hacía
un lugar seguro más allá de la sombra de la torre. Al regresar, apisona un poco
más las rocas planas del camino y empezó un segundo saco. Trabajó con mayor
cuidado del que era, tal vez, esencial. No era y no había sido jamás un jugador.
En la operación presente estaba
tomando un riesgo calculado cuidadosamente en que cada eventualidad había sido
sopesada y reflexionada. Necesitaba el dinero e intentaba obtenerlo; tenía una
buena idea de las oportunidades de éxito, pero sabía que el peligro más grave
era convertirse en demasiado voraz, mucho se absorbía en su tarea.
Al bajar dos sacos de la colina,
encontró un bloque horizontal de pedernal y con un solo cric procedió a separar
el cuarzo. Era un lento y arduo trabajo, pero no existían mejores medios para
extraer el oro. Después de quebrar o triturar el cuarzo, mucho del oro podía
separarse con una hoja de cuchillo, porque estaba asombrosamente concentrado. Con agua de
la fuente, Wetherton lavaba en la cacerola los restos hasta que era muy tarde
para ver.
Fuera de sus cobijas al amanecer,
tomó el desayuno y completó la extracción del oro. En un cálculo aproximado, su
primer día de trabajo representaría unos cuatrocientos dólares. Hizo un
escondite para el saco de oro y después recogió los sacos vacíos de mineral y subió a la
torre.
El aire estaba limpio y fresco, el
sol calentaba después de una noche friolenta y le agradó el tacto del pico en
sus manos.
Laura y Tony lo esperaban de regreso
en Horsehead, y si moría aquí, había una muy escasa oportunidad de que se
enteraran de lo sucedido. Pero no pretendía morir. El oro que estaba extrayendo
de esta roca era para ellos y no para él.
Significaría una vida más fácil en
una ciudad más grande, una casa de su propiedad y aquello que una mujer desea
para su casa, y sobre todo una educación para Tony. A él, le bastaba el
pensamiento de volver a casa, volver a ver a su esposa y a su hijo y el
desierto mismo. Y lo uno era tan necesario para él como lo otro.
El desierto sería su muerte, se lo
habían dicho muchas veces y no era necesario que se lo dijeran; por ahora, pocos
hombres conocían el desierto como él. El desierto era para él lo que una
orquesta es para un director excelente, lo que un cuerpo humano es para un
cirujano. Era su trabajo, su vida, y aquello que mejor conocía. Siempre sonreía
cuando, al principio, examinaba el desierto como si empezara un nuevo viaje.
¿Éste lo sería?
Surgió el día, continuó el trabajo
con un vaivén todavía moderado del pico y con el cuidadoso relleno del saco. El
oro relucía brillante y hermoso en el cuarzo cristalino, lo que era aún mucho
más hermoso que el oro mismo. De vez en cuando, conforme la mañana avanzaba, se
detenía para descansar y tomar aliento profundo de aire fresco y limpio. Premeditadamente,
rehusaba apresurarse.
Por diecinueve días, trabajó sin
descanso, ocho horas diarias al principio, luego aminoró esas horas a siete y
después a seis. Wetherton no se explicaba porque hizo esto, pero se dio cuenta
que era extremadamente difícil permanecer realizando esta tarea. Una y otra vez
se retiraba de la cara de la mole con una u otra excusa, y cada vez principiaba
a sentir su pelo cabelludo erizado, sus pasos eran más rápidos, y cada vez regresaba más renuente.
Tres veces, al iniciar el décimo
tercer día, otra vez en el décimo séptimo y finalmente en el décimo noveno,
escuchó un movimiento en la torre. Si aquel murmullo en la mole era normal, no lo sabía. Un movimiento
natural semejante podría haberse prolongado por siglos. Sólo sabía que sucedía
ahora y cada vez que sucedía un
estremecimiento frio recorría su espina dorsal.
Su trabajo había hecho un corte profundo
en la base de la torre, tal corte se hizo como si un hombre hubiera podido
hacerlo al palpar un árbol pero más amplio y más profundo. Los sacos de oro,
también se aumentaron. Ahora eran siete, y su total, así lo creía, ascendería
alrededor de más de cinco mil dólares, con toda probabilidad, cerca de los seis
mil. Al ir profundizando en la roca, la veta se convertía en más rica.
Ahora trabajaba sobre sus rodillas.
La veta se había inclinado hacia abajo en tanto penetraba la base de la torre,
estaba totalmente nueve pies dentro de la torre con la gran mole encima de él.
Si aquella roca cedía mientras estaba trabajando, él sería aplastado en un
instante sin oportunidad de escape; sin embargo, continuaba.
El cambio en la torre rocosa no era
solamente una alteración, ya que él había perdido peso y ya no dormía bien. En
la noche del vigésimo día, determinó que ya tenía seis mil dólares y su meta eran
diez mil. Al siguiente día, la roca era más rica que nunca. Como si lo
provocara a seguir trabajando más y más, pues mientras más profundo hacía el
corte, más rico se convertía el mineral. A la caída de la noche de aquel día
había sacado más de mil dólares.
Ahora la codicia del oro se estaba
apoderando de él, lo agarraba de la garganta. Estaba fascinado por el peligro
que representaba la torre tanto como por el oro. Tres días más para partir,
¿podría dejarlo entonces? Miró de nuevo a la torre y sintió una sensación
peculiar de corazonada, el sentimiento de que aquí iba a morir y de lo que
nunca escaparía. ¿Era su imaginación o la pared exterior se había inclinado un
poco más?
En la mañana del vigésimo segundo
día, escaló el abanico situado sobre un sendero que usa, había sido construido en
una serie de escalones continuos; nunca había contado estos escalones, pero ahí
deberían haber sido más de mil. Dejó caer su cantimplora en un hoyo sombreado y
pico en mano, caminó a la torre.
La inclinación adelantada, en
verdad, se presentaba un poco más que antes ¿o era la luz? La cuarteadura que
corría detrás de la pared exterior parecía haberse ensanchado, y cuando la
examinó de más cerca, descubrió una pila pequeña de sedimento que corría con
vigor cerca del fondo de la grieta, por lo tanto si se había movido.
Wetherton titubeaba al contemplar la
roca con atención cautelosa. Era un tonto si regresaba otra vez. Siete mil
dólares era más de lo que él nunca había tenido en su vida anterior, pero en
las siguientes pocas horas podría sacar al menos mil dólares más, y en los tres
días siguientes, podía fácilmente tener los diez mil que se había propuesto
como su meta.
Se dirigió a la abertura, se dejó
caer en sus rodillas, y se arrastró hacia la estrechez del achatado agujero de
azotea. Tan pronto como penetró el miedo ascendió a su garganta. Se sintió
cogido en la trampa, rígido, pero reprimió el pánico ascendente y empezó a
trabajar. Sus primeros golpes eran tan temerosos y débiles que nada aparecía
suelto. Aún así, cuando decidió comenzar, principio a trabajar con una
intensidad febril que era totalmente diferente a él.
Cuando redujo el esfuerzo, y,
entonces se detuvo para llenar su saco, estaba haciendo esfuerzos para
respirar, pero a pesar de su prisa, el saco no estaba totalmente lleno. De mala
gana, levantó su pico otra vez, pero antes pudo dar un golpe, la mole
gigantesca encima de él parecía crujir como algo cansado y viejo. Un
estremecimiento profundo recorría el pilote colosal y entonces un chirrido
hondo que lo enfermó de horror. Todos sus planes para la fuga inmediata se
congelaron, y no fue hasta que el crujido cesó que se dio cuenta que yacía
sobre su espalda, sin aliento con miedo y esperanza. Con lentitud, se abrió
paso poco a poco hacia el aire y caminó luchando con el deseo de correr lejos
de la roca.
Cuando se detuvo cerca de su cantimplora, estaba
retorciéndose con un sudor frío y vibrando en cada músculo. Se sentó sobre la
roca y luchó por controlarse. No fue hasta unos veinte minutos después que se
controló y se puso de pie.
A pesar de su experiencia, sabía que
si no regresaba ya, no regresaría jamás. Tenía fuera sólo un saco por ese día y
quería otro. Rodeo el batolito, examinó la grieta que se ensanchaba,
esforzándose otra vez, en un tercer intento, para encontrar otros medios de
acceso a la veta.
La inclinación de la pared exterior
era obvia, y no podía estar más de pie sin venirse abajo. Era posible que por
cortar dentro de la pared de la columna y al desviarla hacia abajo con un
golpe, tocaría la veta en un punto más seguro. Además, este golpe dado en el
cimiento pondría la torre más cerca del colapso y volvería inalcanzable su otro
agujero. Además, este nuevo intento no sería indemne, aunque sin medida más
seguro, que el agujero que había dejado. Titubeante, miró hacia atrás, al
agujero.
Una vez más? el metal ahora era
fabulosamente rico, y pocas onzas que
necesitaba para llenar el saco, lo podría conseguir en sólo un ratito. Vio fijamente
el agujero negro y sin duda el más
angosto, entonces miró hacia arriba, a la pared inclinada. Levantó su pico y,
con la boca seca, reinició el trabajo, conducido por una fascinación que estaba
más allá de toda razón.
Con su corazón que golpeaba con
insistencia, se dejo caer en sus rodillas al frente del túnel. El aire parecía
sofocante y pudo sentir su cuero cabelludo erizándose, pero una vez más,
comenzó a andar a gatas, era lo mejor. El frente donde ahora trabajaba estaba
al menos a dieciséis pies de la boca del túnel. Pico en mano, principió a poner
cuñas desde sus bases. La partida parecía ahora más dura, y los pedazos no se
soltaban tan fácilmente. Encima de él, la torre no emitía ningún ruido. El peso
aplastante ahora era algo tangible. Podía casi sentirlo creciendo e
incrementándose con cada uno de sus movimientos. La montaña parecía descansar
sobre sus hombros, aplastando el aire de sus pulmones.
Repentinamente se detuvo, con su
saco casi lleno, se contuvo y permaneció muy tranquilo, fijando la vista en el
tamaño de la roca encima de él.
No.
Él no iría más allá. Renunciaría
ahora. Ningún otro saco lleno. Ni una libra más. Saldría ahora. Bajaría la
montaña sin mirar atrás, y seguiría su camino. Su esposa lo esperaba en casa, Toñito,
que correría gustoso a encontrarlo. Era mucho lo que estaba en juego.
Con la decisión llegó la paz, vino
la seguridad. Suspiró a fondo, y se relajó, y entonces le pareció que cada
músculo de su cuerpo había sido anudado con presión. Se volvió sobre su lado y
con gran lentitud reunió su linterna, su saco, su pico de mano.
Había ganado. Había derrotado a la
torre crujiente; había vencido a su propia codicia. Retrocedió fácilmente sin
el cuidado que había caracterizado sus movimientos primeros en la cueva. Su pie
ciego que confiaba encontró la roca que se
asomaba, una pieza de cuarzo sobresaliente de la pared desbastada.
El golpe fue muy débil, demasiado
tenue para que hubiera producido la reacción que siguió. La roca parecía vibrar
como la carne de una bestia cuando estaba pariendo. Una vibración extraña
recorría esa roca vieja, después un gemido jadeante, profundo.
Había esperado demasiado tiempo.
El miedo lo invadió velozmente,
apremiándolo, en tanto su cuerpo se retorcía, contrayéndose en el espacio más
pequeño posible. Intentó conseguir que sus músculos se movieran por debajo de
los sonidos crecientes que vibraban a través del pasaje. Los susurros de la
roca se convirtieron en un gruñido terrible, y hubo un traqueteo de guijarros. Luego
silencio.
El silencio era más espantoso que el
sonido. De alguna manera, estaba reptando, aún cuando esperaba que la avalancha
de oro lo sepultara. Abruptamente sus pies estaban en la luz. Estaba fuera.
Corrió sin detenerse, pero detrás de él oyó un rugido
creciente que no podía dejar de percibir. Cuando se dio cuenta de la pendiente
de tierra en que debía estar seguro de la roca que se precipitara. Cayó de
rodillas. Se volvió y miró hacia atrás. El sonido rugiente, sordo como un
trueno detrás de las montañas, continuaba, pero no había ningún cambio visible
en la torre. De repente, cuando observaba, toda la formación de la roca parecía
desplazarse y ladearse. El movimiento duró sólo unos segundos, pero antes las
toneladas de roca habían encontrado su nuevo equilibrio, su túnel y el área a
su alrededor había desaparecido totalmente de la vista.
Cuando finalmente pudo ponerse de pie, Wetherton tomó su saco
de metal y su cantimplora. El viento refrescaba su cara mientras se alejaba, y
ya no miró hacia atrás otra vez.
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