lunes, 31 de marzo de 2014

Texto y versión de 'La máquina voladora' de Ray Bradbury por Sergio Núñez Guzmán



LA  MÁQUINA  VOLADORA
RAY BRADBURY
Versión: Sergio Núñez Guzmán

En el año 400 de la era cristiana, el emperador Yuan reinaba junto a la Gran Muralla China. La tierra estaba verde, gracias a la lluvia, y se aprontaba en paz para la cosecha. El pueblo que vivía en sus dominios no era demasiado feliz ni demasiado desgraciado. Por la mañana temprano, el primer día de la primera semana del segundo mes del nuevo año, el emperador Yuan estaba bebiendo té y abanicándose, a causa de la tibia brisa, cuando un sirviente corrió por los pisos de mosaico azul y escarlata gritando:
-Oh, emperador, emperador, ¡un milagro!
-Sí -dijo el emperador-. El aire es suave esta mañana.
-No, no, ¡un milagro! -dijo el sirviente, inclinándose rápidamente.
-Y este té sabe bien en mi boca. Ciertamente eso es un milagro.
-No, no, excelencia.
-Déjame adivinar, entonces. El sol ha salido y ha llegado un nuevo día. O el mar está azul. Ese, por cierto, es el mejor de los milagros.
-Excelencia, ¡hay un hombre volando!
-¿Qué?
El emperador detuvo su abanico.
-Lo vi en el aire, un hombre volando, con alas. Oí una voz que gritaba en el cielo, y cuando miré hacia arriba estaba allí, un dragón en el cielo, con un hombre en la boca, un dragón de papel y bambú, del color del sol y la hierba.
-Es temprano -dijo el emperador-. Acabas de despertar de un sueño.
-Es temprano, ¡pero he visto lo que he visto! ¡Venid, y  vos también lo veréis!
-Siéntate aquí, conmigo -dijo el emperador-. Bebe un poco de té. Debe ser muy extraño, si es verdad, ver a un hombre volando. Debes tomarte algo de tiempo para pensar en ello, tal como yo debo tener tiempo para prepararme a contemplarlo.
Bebieron té.
-Por favor -dijo por último el sirviente-. Se marchará.
El emperador se puso de pie, pensativo.
-Ahora puedes enseñarme lo que has visto.
Fueron andando hasta un jardín, atravesaron un prado, cruzaron un puentecito, dejaron atrás un seto y subieron a una pequeña colina.
-¡Allí! -dijo el sirviente.

El emperador miró al cielo.
Y en el cielo, riendo tan fuerte que apenas se le podía oír reír, había un hombre, y el hombre estaba vestido con papeles de colores y cañas que se transformaban en alas y en una hermosa cola amarilla, y planeaba por todas partes como el pájaro más grande del universo de los pájaros, como un dragón nuevo en una tierra de dragones antiguos.
El hombre les gritó desde lo alto, en la fresca brisa matinal:
-¡Estoy volando, estoy volando!
El sirviente le saludó, agitando el brazo.
-¡Sí, sí!
El emperador Yuan no se movió. Miró, en cambio, hacia la Gran Muralla China, que tomaba forma surgiendo de las nieblas más lejanas, tras las colinas verdes. Esa espléndida serpiente de piedra que se retorcía majestuosamente a través del país. Esa muralla maravillosa que los había protegido desde tiempos inmemoriales de las hordas enemigas, y había preservado la paz durante innumerables años. Vio la ciudad, anidada entre un río y un camino y una colina, que comenzaba a despertar.
-Dime -preguntó a su sirviente-. ¿Alguien más ha visto a este hombre volador?
-He sido el único, excelencia -dijo el sirviente, sonriendo al cielo y saludando.
El emperador consideró los cielos durante otro minuto y luego dijo:
-Dile que baje.
-¡Hola, baja, baja! ¡El emperador desea verte!
-llamó el sirviente, haciendo bocina con las manos.
El emperador miró en todas direcciones, mientras el hombre que volaba se deslizaba hacia él en el viento matutino. Vio a un granjero que había salido temprano al campo y miraba al cielo, y tomó nota del lugar donde se encontraba.
El hombre volador aterrizó con un rumor de papeles y un crujido de cañas de bambú. Se aproximó orgullosamente al emperador, torpe, a causa de su aparejo, y finalmente se inclinó ante el anciano.
-¿Qué has hecho? -interrogó el emperador.
-He volado en el cielo, excelencia -replicó el hombre.
-¿Qué has hecho? -dijo nuevamente el emperador.
-¡Acabo de decíroslo! -gritó el hombre volador.
-No me has dicho nada.
El emperador extendió una mano delgada para tocar el bonito papel y la cola del pájaro del aparato. Olía a viento fresco.
-¿No es hermoso, excelencia?
-Sí, demasiado hermoso.
-¡Es el único que existe en el mundo! -dijo el hombre, sonriendo-. Y yo soy el inventor.
-¿El único que existe en el mundo?
-¡Lo juro!
-¿Quién más sabe esto?

-Nadie. Ni siquiera mi mujer, que creería que el sol me ha vuelto loco. Creyó que yo estaba haciendo un papalote. Me levanté, por la noche, y fui andando hasta los acantilados que están allá lejos. Y cuando salió el sol y sopló el viento de la mañana, reuní todo mi valor, excelencia, y salté desde el acantilado. ¡Y volé! Pero mi mujer no lo sabe.
-Mejor para ella -dijo el emperador-. Ven conmigo.
Volvieron a la gran casa. El sol brillaba en el cielo y el olor de la hierba era refrescante. El emperador, el sirviente y el hombre que había volado se detuvieron en el enorme jardín.
El emperador golpeó las manos.
-¡Eh! ¡Guardias!
Los guardias acudieron corriendo.
-Apresad a este hombre.
Los guardias lo apresaron.
-Llamad al verdugo -dijo el emperador.
-¿Qué significa esto? -gritó el hombre, atónito-. ¿Qué he hecho?
Comenzó a llorar y su hermoso aparato crujió.
-Este hombre ha construido cierta máquina -dijo el emperador-, y aún pregunta qué es lo que ha hecho. El mismo no lo sabe. Sólo le pareció necesario crear, sin saber por qué lo ha hecho, ni que hará esta cosa.
El verdugo llegó corriendo con una afilada hacha de plata. Se quedó allí, con los brazos desnudos y musculosos, el rostro cubierto por una serena máscara blanca.
-Un momento -dijo el emperador.
Se volvió hacia una mesa sobre la que había una máquina que había creado él. El emperador cogió una llavecita dorada que llevaba colgada al cuello. Colocó la llave en la máquina pequeña y delicada y le dio cuerda.
Después la puso en marcha.
La máquina era un jardín de metal y piedras preciosas. Cuando se ponía en movimiento, había pájaros que cantaban en diminutos árboles metálicos, lobos que andaban por bosques en miniatura y gentecillas que corrían hacia el sol y hacia la sombra, abanicándose con abanicos pequeñísimos, escuchando a los pajarillos de esmeraldas y deteniéndose ante fuentes cantarinas absurdamente pequeñas.
-Y esto, ¿no es hermoso? -dijo el emperador-. Si me preguntaras que he hecho aquí, podría responderte bien. He hecho cantar a los pájaros, murmurar a las fuentes, he hecho andar a la gente por los bosques, disfrutando de las hojas, la sombra y las canciones. Esto es lo que he hecho.
-Pero, ¡oh emperador! -imploró el hombre volador, de rodillas, con lágrimas en los ojos-. ¡Yo he hecho algo similar! He encontrado la belleza. He volado en el viento de la mañana. He contemplado todas las casas y los jardines que dormían. He sentido el olor del mar y hasta lo he visto, más allá de las colinas, desde la altura en que estaba. Y me he deslizado como un pájaro. Oh, no puedo deciros cuán hermoso es todo allá arriba, en el cielo, con el viento a mi alrededor. ¡El viento arrastrándome como a una pluma, como a un abanico! ¡Cómo huele el cielo en la mañana! ¡Cuán libre se siente uno! Eso es hermoso, emperador, ¡eso también es hermoso!

-Sí -dijo tristemente el emperador-. Sé que debe ser así. Porque sentí que mi corazón se movía contigo en el aire y me pregunté: ¿Cómo será? ¿Cómo me sentiría? ¿Qué parecen las lagunas distantes vistas desde lo alto? ¿Y mi casa, y mis sirvientes? ¿Serán como hormigas? ¿Y las ciudades lejanas que aún no han despertado?
-Entonces, ¡no me condenéis!
-Pero hay momentos -dijo el emperador, aún más tristemente-, en que uno debe perder un poco de belleza para poder conservar la poca belleza que uno tiene. No te temo a ti, pero temo a otro hombre.
-¿Qué hombre?
-Otro hombre que,  viéndote, construirá otra cosa de papel y bambú, como ésta. Pero el otro hombre tendrá una cara cruel y un corazón malvado y la belleza desaparecerá. Ese es el hombre a quien temo.
-¿Por qué? ¿Por qué?
-¿Quién puede asegurar que algún día, un hombre así, en un aparato de papel y cañas, como éste, no podría volar por el cielo y arrojar piedras sobre la Gran Muralla China? -dijo el emperador.
Nadie se movió ni habló.
-Cortadle la cabeza -dijo el emperador.
El verdugo hizo girar su hacha de plata.
-Quemad la cometa y el cuerpo del inventor y enterrad juntas sus cenizas -dijo el emperador.
Los sirvientes se retiraron para obedecer sus órdenes.
El emperador se volvió hacia el sirviente que había visto volar al hombre.
-Sujeta tu lengua. Todo fue un sueño, un sueño muy hermoso y muy triste. Y a aquel granjero que también vio, dile que será mejor para él considerar que sólo fue una visión. Si alguna vez corre la voz, tú y el granjero moriréis en una hora.
-Sois misericordioso, ¡oh emperador!
-No, no soy misericordioso -dijo el anciano.
Más allá de los muros del jardín vio a los guardias quemando la hermosa máquina de papel y bambú que olía como el viento de la montaña.
-No. Sólo soy un hombre sorprendido y asustado.
Vio cómo los guardias cavaban un pozo pequeño para enterrar las cenizas de él.
-¿Qué significa la vida de un solo hombre comparada con la de un millón de hombres? Debo consolarme pensando en eso.
Tomó la llave de la cadena que rodeaba su cuello y, una vez más, dio cuerda al hermoso jardín en miniatura.
Contempló la Gran Muralla, al otro lado de los campos, la pacifica ciudad, los prados verdes, los ríos y los arroyos. Suspiró. El jardín en miniatura hizo girar su oculta y delicada maquinaria y se puso en movimiento. Personajes diminutos anduvieron por los bosques, zorros diminutos de piel brillante merodearon a través de ciénegas moteadas por el sol, y entre los árboles diminutos volaron minúsculos trozos de canciones azules y amarillas, brillantes, volando, volando, en el pequeño cielo.
-Oh -dijo el emperador, cerrando los ojos. ¡Mirad esos pájaros, mirad esos pájaros!





THE   FLYING  MACHINE


In the year A.D. 400, the Empeor Yuan held his throne by the Great Wall of China, and the land was green with rain, readying itself toward the harvest, at peace, the people in his dominion neither too happy nor too sad.

Early on the morning of the first day of the firts week of the second month of the new year, the Emperor Yuan was sipping tea and fanning himself against a warm breeze when a servant ran fanning himself against a warm breeze when a servant ran across the scarlet and blue garden tiles, calling, "Oh, Emperor, a miracle!"
"Yes," said the Emperor, "the air is aweet this morning."
"No, no, a miracle!" said the servant, bowing quickly.
"And this tea is good in my mouth, surely that is a miracle."
"No, no, Your Excellency."
"let me guess then -the sun has risen and a new day es upon us. Or the sea is blue. That now is the finest of all miracles."
"Excellency, a man is flying!"
"What?" The Emperor his fan.
"I saw him in the air, a man flying with wings. I heard a voice call out of the sky, and when I looked up, there he was, a dragon in the heavens with a man in its mouth, a dragon of paper and bamboo, colored like the sun and the grass."
"It is early, but I have seen what I have seen! Come, and you will see it too."
"Sit down with me here," said the Emperor. "Drink some tea. It must be a strange thing, if it is true, tosee a man fly. You must have time to think of it, even as I must have time to prepare myself for the sight."
They drank tea.
"Please," said the servant at last, "or he will be gone."
The Emperor looked into the sky.

And in the sky, laughing so high that you could hardly hear him laugh, was a man; and the man was clothed in bright papers and reeds to make wings and a beautiful yellow tail, and he was soaring all about like the largest bird in a universe of birds, like a new dragon in a land of ancient dragons.
The man called down to them from high in the cool winds of morning. "I fly, I fly!"
The servant waved to him. "Yes, yes!"
The Emperor Yuan did not move. Instead he looked at the Great Wall of China now taking shape out of the farthest mist in the green hills, that splendid snake of stones which writhed with majesty acroos the entire land. That wonderful wall which had protected them for a timeless time from enemy hordes and preserved peace for yeras without number.  He saw the town, nestled to it self by a river and a road and a hill, beginning to waken.
"Tell me," he said to his servant, "has anyone else seen this flying man?"
"I am the only one, Excellency," said the servant, smiling at the sky, waving.
The Emperor watched the heavens another minute and then said, "Call him down to me."
"Ho, come down, come down! The Emperor wishes to see you!" called the servant, hands cupped to his shouting mounth.
Bradbury
            The Emperor glanced in all directions while the flying man soared down the morning wind. He saw a farmer, early in hisfields, watching the sky, and he noted where the farmer stood.
The flying man alit with a rustle of paper and a creak of bamboo reeds. He came proudly to the Emperor, clumsy in his rig, at last bowing before the old man.
"What have you done?" demanded the Emperor.
"I have flown in the sky, Your Excellency," replied the man.
 "What have you done?" said the Emperor again.
"I have just told you!" cried the flier.
"You have told me nothing at all." The Emperor reached out a thin hand to touch the pretty paper and the birdlike keel of the apparatus. It smelled cool, of the wind.
"Is it not beautiful, Excellency?"
"Yes, too beautiful."

"It is the only one in the world!" smiled the man. "And I am the inventor."
"The only one in the world?"
"I swear it!"
"Who else knows of this?"
No one. Not even my wife, who would think me mad with the sun. She thought I was making a kite. I rose in the night and walked to the cliffs far away. And when the morning breezes blew and the sun rose. I gathered my courage, Excellency, and leaped from the cliff. I flew! But my wife does not know of it."
"Well for her, then," said the Emperor. "Come along."
They walked back to the great house. The sun was full in the sky now, and the smell of the grass was refreshing. The Emperor, the servant, and the flier paused within the huge garden.
The Emperor clapped his hands. "Ho, guards!"
The guards came running.
"Hold this man."
The guards seized the flier.
"Call the executioner," said the Emperor.
"What's this!" cried the flier, bewildered, "What have I done?" He began to weep, so that the beautiful paper apparatus rustled.
"Here is the man who has made a certain machine," said the Emperor, "and yet asks us what he has created. He does not know himself. It is only necessary that he create, without knowing why he has done so, or what this thing will do."
The executioner came running with a sharp silver ax. He stood with his naked, large-muscled arms ready, his face covered with a serene whit mask.
"One moment," said the Emperor. He turned to a near-by table upon which sat a machine that he himself had created. The Emperor took a tiny golden key from his own neck. He fitted his key to the tiny, delicate machine and wound it up. Then he set the machine going.
The machine was a garden of metal and jewels. Set in motion, the birds sangs in tiny metal trees, wolves walked through miniature forest, and tiny people ran in and out of sun and shadow, fanning themselves with miniature fans, listening to tiny emerald birds, and standing by impossibly smal but tinkling fountains.

"Is it not beautiful?" said the Emperor. "If you asked me what I have done here, I could answer you well. I have made birds sing, I have made forest murmur, I have set people to walking in this woodland, enjoying the leaves and shadows and songs. That is what I have done."
"But, oh, Emperor!" pleaded the flier, on his knees, the tearts pouring down his face. "I have done a similar thing! I have found beauty. I have flown on the morning wind. I have looked down on all the sleeping houses and gardens. I have smelled the sea and even seen it, beyond the hills, from my high place. And I have soared like a bird; oh, I cannot say how beautiful it is up there in the sky with the wind about me, the wind blowing me here like a feather, there like a fan, the way the sky smells in the morning! And how free one feels! That is beautiful, Emperor, that is beautiful too!"
"Yes," said the Emperor sadly. "I know it must be true. For I felt my heart move with you in the air and I wondered: What is it like? How does it feel? How do the distant pools look from so high? And how my houses and servants? Like ants? And how the distant towns not yet awake?"
"Then spare me!"
"But there are times," said the Emperor, more sadly still, "when one must lose a little beauty if one is to keep what little beauty one already has. I do not fear you, yourself, but I fear another man."
"What man?"
"Some other man who, seeing you, will build a thing of bright papers and bamboo like this. But the other man will have an evil face and an evil heart, and the beauty will be gone. It is this man I fear."            "Why? Why?"
"Who is to say that someday just such a man, in just such an apparatus of paper and reed, might not fly in the sky and drop huge stones upon the Great Wall of China?" said the Emperor.      No one moved or said a word.
"Off with his head," said the Emperor.
The executioner whirled his silver ax.

"Burn the like and the inventor's body and bury their ashes together," said the Emperor.
The servants retreated to obey.
The Emperor turned to his hand-servant, who had seen the man flying. "Hold your tongue. It was all a dream, a most sorrowful and beautiful dream. And that farmer in the distant field who also saw, tell him it would pay him to consider it only a vision. If ever the word passes around, you and the farmer die within the hour."
"You are merciful, Emperor."
"No, not merciful," said the old man. Beyond the garden wall he saw the guards burning the beautiful machine of paper and reeds that smelled of the morning wind. He saw  the dark smoke climb into the sky. "No, only very much bewildered and afraid," He saw the guards digging a tiny pit wherein to bury the ashes. "What is the life of one man against those of a million others? I must take solace from that thought."
He took the key from its chain about his neck and once more wound up the beautiful miniature garden. He stood looking out across the land at the Great Wall, the peaceful town, the green fields, the rivers and streams. He sighed. The tiny garden whirred its hidden and delicate machinery and set itself in motion; tiny people walked in forests, tiny faces loped through sun-speckled glades in beautiful shining pelts, and among the tiny trees flew little bits of high song and bright blue and yellow color, flying, flying, flying in that small sky.
"Oh," said the Emperor, closing his eyes, "look at the birds, look at the birds!"

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