Impresiones de un viaje al sureste.
Sergio Núñez Guzmán
Mis ojos de capitalino, cien por
ciento chilango, empezaron a descubrir otros colores, al salir del Distrito
Federal; ojos acariciados por el color verde de los bosques de coníferas, que
surgen a los márgenes de la autopista a Puebla, ojos nuevamente acariciados por
el blanco inmaculado de las nieves del Popocatépetl y del Iztaccíhuatl, cumbres
que asoman fugaces por el movimiento de las nubes y del autobús. Sorpresa
continua el paisaje.
El hombre deja de
ser la multitud del metro Pino Suárez, para convertirse en la persona que
camina en alguna vereda cercana a la carretera. Descubro, de pronto, una
distancia entre el aquél y el yo. ¿En qué consiste esta distancia?
Pasamos Puebla,
que sólo fue un anuncio en la carretera. Las coníferas quedaron atrás, aparecen
cactáceas, nopaleras cargadas de tunas. La vista sigue alegre, viendo verde,
otro verde, siempre verde. Cruza por la imaginación aquel otro color defeño y
se hacen palpables los verdes del paisaje. Surge el aquí y el allá.
El Carrizal.
Primera parada
del viaje: El Carrizal, baños termales. Una especie de represa, una albercota
donde nace a borbotones agua caliente. ¡Qué descanso! ¡Qué delicia!
Subimos a comer a
una rústica fonda situada en la cumbre de una colina, para llegar ahí, cruzamos
un largo puente colgante hecho de cables, y que se movía "al ritmo de las
caderas" de nuestras compañeras. No sé cómo, de pronto, aparecieron las
aguas moviéndose rápidas en el fondo del abismo, tuve la sensación de vivir una
película de Tarzán en la selva, quería tomar una liana y saltar del puente,
pero me detuvo el miedo, sabía que no me iba a caer, pero sentí miedo, no el
que siente el espectador de la película, sino otro miedo. Tengo que declarar
que corrió otro líquido, además del que escurría por el traje de baño.
Desde el sitio
donde comíamos, veíamos deslizarse, tranquilo, el río caudaloso. Mi vista
gratamente sorprendida aprendía otro paisaje.
Llegamos al
atardecer a Veracruz, a las tres veces heroico puerto. Arribamos al loby del
hotel, y mis ojos reposaron en el verde
de nuestra bandera patria, que colgaba en uno de los muros de aquella estancia,
y junto a nuestro lábaro estaban otros dos extranjeros, me pregunté: ¿por qué?
Entramos al
cuarto del hotel, y, cansado caí en la
cama, un rato después, prendí la lámpara del buró, lo primero que se iluminó
fue un libro, que empecé a hojear, era una biblia en inglés con traducción al
español. ¿Por qué estaba ahí esa biblia? ¿Regalo del hotel para sus huéspedes?
Apagué la luz, y meditando, me quedé dormido.
Al día siguiente,
recorrimos la carretera que va del puerto de Veracruz a Villahermosa. Llovió
prácticamente durante todo el trayecto, pero qué manera de llover. Sólo en esos
momentos se comprenden las explicaciones, acerca de los climas, dadas por los
libros de geografía: tropical húmedo. Sentí el placer de la humedad, de la
lluvia y del calor. Había una gran distancia entre el aquí y ahora y ese otro
aquel y mañana.
Villahermosa,
hermosa, muy hermosa villa. Su museo de la Venta, el Pellicer, su catedral,
su... su Paseo de la Ilusiones. ¿Cuándo podré volver a ti, la muy hermosa villa,
para caminar por tu Paseo de las Ilusiones?
Las cascadas de
agua azul.
Bajé acalorado
del autobús, lo primero que vi fue una güera en cuclillas con lo que supuse era
un traje típico de la región. Vi que un hombre con larga cabellera y un
taparrabo de cuero se acercó con gran confianza a la güera, e intervino en la
plática que ella tenía con un comprador. Un niño apareció con el mismo atuendo
que el hombre, pero su piel no era semejante a la del hombre sino a la de la
mujer. El niño corrió y brincó al agua, agua, agua por todas partes.
El agua caía de
cascada en cascada, era una continua sorpresa
de mil formas en colores bañados de luz con infinitas tonalidades.
Los rayos de sol
traspasan las cúpulas de altísimos árboles e iluminan con un suave matiz
verdoso las orillas del río, color y calor que emergen en forma de brizna
refrescante, convertida en neblina que negrea las cavidades que ocultan
remansos de agua hecha cristal. Rayos centelleantes golpean a plomo el dorso de
las cascadas que resplandecen en sus bordes con una blancura diamantina, y del
grueso de la columna de agua nace un azul, por unos momentos, fuerte, y en
otros, claro y trasparente, un azul arrebatado al cielo, un azul táctil en las
gotas acariciadoras del agua que se estrella y salta en astillas de luz y
color. Y el río sigue su curso como un fuego de colores que hace arder los
sentidos.
La gente, apenas
cubierta, nadaba, en aquel paraíso donde la naturaleza derrama sus dones.
Palenque.
Palenque, ciudad
maya, hecha realidad. Lacandones salidos de los libros de historia, vivitos y
coleando, sin barbas y con grandes cabellos, con hábitos blancos de monjes
brotados de los bosques. Multitud de árboles gigantescos que ocultan al sol. La
selva que pelea con los arqueólogos por la posesión de las ruinas. Calor y más
calor, calor húmedo. Subir y bajar pirámides, conocer, tocar la historia,
caminar entre la selva, sentir su sopor, cerrar los ojos, adormecerse, sentir
lo calientito y una muy suave brisa, la caricia que deliciosamente roza nuestra
piel, abrir los ojos y descubrir aquel verde jade del helecho que hemos
recorrido con el movimiento de nuestro brazo al caminar. Y la agresividad de
los moscos que repentinamente nos pican. Y los olores a verde, a vida, a sexo.
Y los sonidos, la vida que grita, aquí estoy. Cuántos y cuántos sonidos. El
sonido de los glifos que callan, de las esculturas que gritan. Y el silencio de
nuestro asombro que dice: también esto es parte de mí, de mi patria, también
esto es México.
San Cristóbal,
los chamulas, la religión.
Mil pesos por
persona para visitar la iglesia de los chamulas, recibo firmado por el
ayuntamiento. Prohibido tomar fotografías. El guía explica que con una suma de
dinero se puede arreglar lo relativo a las fotografías.
Dentro de la iglesia,
los santitos estaban amontonados y recargados en las paredes a manera de
ídolos. El piso estaba cubierto de pasto seco. No había ni bancas ni
reclinatorios. Había muchas velas encendidas, la mayoría estaba sobre el suelo.
Pocos chamulas, que sentados sobre sus talones, rezaban. Se descubría, por su
arrobo, la fe, una fe ciega, casi una fe instintiva. ¿Cómo se puede creer así?
San Cristóbal, el
zócalo, el mercado.
Turistas cansados
buscamos asiento bajo la sombra de los árboles del zócalo de San Cristóbal, y
fuimos materialmente asaltados por niños, niñas y mujeres que vendían
artesanías, cuando recibieron una negativa, cambiaron de actitud, y pidieron
la fruta que llevábamos, y casi la arrebataban de
nuestras manos, mientras un extranjero, burlón, desde el quiosco, filmaba la
escena.
Volvimos al
mercado y esta vez lo recorrimos por dentro. Una jovencita tenía a su alrededor
varios compradores, nos acercamos, preguntamos, vendía tamales de coco, qué
deleite. Mujercita recatada que a mis preguntas contestaba con monosílabos que
tenían que interpretarse, en cambio,
sus manos laboriosas hablaban, manos ágiles, sin
ornatos, carentes de cuidados citadinos, manos de trabajo, productoras de
aquellos manjares. Su rostro, moreno claro, también hablaba, aunque su lenguaje
era otro, el de una alegría silente, alerta, gozosa por convertir su trabajo en
monedas. Al contemplar a esta vendedora, entendí, de manera viva, que hay otros
mundos, además del mío, en donde también se puede ser feliz.
Las lagunas de Monte
Bello.
La belleza de las
lagunas de Monte Bello es incomparable; sin embargo, para el turista que va de
las ruinas de Palenque a estas lagunas, le es imposible dejar de pensar en esa
otra belleza parlante y bulliciosa de la selva. Pero esta belleza de las
lagunas y sus bosques se impone por su serenidad, que invita a una especie de
ensimismamiento, a reflexionar, a ver con los ojos del alma. Una brisa, más
bien fría, mece los árboles. Los rostros se vuelven serios y tranquilos. Se
goza el paisaje. Se contempla la quietud. El hombre medita, tal vez, en la
inmortalidad. Se está en otro mundo, un mundo tan distante, que cuando se
piensa en el D.F., nos despierta un choque y nos preguntamos, por qué estamos
tan lejos de lo que es nuestro, si esto también es México.
Tuxtla Gutiérrez.
En Chiapa de
Corzo, abordamos una lancha motorizada, es medio día, me toca ir en el frente,
el río parece no moverse, sentimos los brincos de la lancha rápida por las olas
que atraviesa al cruzarse con otras embarcaciones también rápidas. La vista se
fija en la superficie del río, cuando al dar la vuelta en una curva, aparecen
muros casi verticales de una altura increíble, cubiertos de vegetación. Mi
dimensión humana se empequeñece ante la grandiosidad y majestuosidad de una naturaleza
primigenia.
Mis sentidos
parecen enloquecer. Mis ojos olfatean la variedad sin límites de los tonos
verdosos. Mi nariz ve el olor de las aguas. Mi mente gira sin saber donde
detenerse y comprender, pero comprender qué: el aire que se respira. Los
pulmones se invaden de oxígeno. Abro la boca y bebo aire, vida. Mis pulmones
sienten, gustan, rejuvenecen la sangre que fluye una y otra vez. Los sentidos
están despiertos y alertas. Mis ojos oyen el vuelo de la blanca garza que se
posa en aquella lejana rama. Mi boca gusta los olores que transportan los
vientos. Mis manos sienten la luz y la sombra de los acantilados. Trato, por un
instante, de no pensar, y mi piel se niega, mi piel siente y piensa. La brisa
seduce mi rostro. Cierro los ojos, los abro. Veo el agua que cae en múltiples e
infinitas gotas. Se moldea un pino navideño hecho de un verde translúcido que
se despeña por aquella pared que araña al cielo. Me pregunto si estoy
despierto. Quiero poner mi mano en el agua y mi vista detiene el movimiento, un
poco más allá, está un lagarto, con una lentitud increíble parpadea, está vivo,
ninguna barrera hay entre él y yo. Sí, me doy cuenta y sólo intento callar y
dejar que la naturaleza me hable, me llene, "me viva". Inolvidables
instantes aquellos.
Catemaco.
No bajábamos del
camión, cuando ya en la puerta se amontonaban vendedores, y, "no quiere
que lo lleve con el brujo". La respuesta de alguno fue "espérame,
dejo el equipaje y regreso, no te vayas". --¿Vas a ir a que te hagan una
limpia? --Sí. --Mejor que te hagan una sucia. Catemaco, rincón de los brujos,
decía la camiseta de uno de los interlocutores. --¿Qué pasó con la limpia? --La bronca no está en los cuarenta mil pesos
de la limpia, sino en los quinientos mensuales del tratamiento. ¡Canijos brujos!
En aquel momento pensé en la fe de los chamulas.
El D.F.
Salí de
la escuela terminé de dar mi clase a las 14:00 horas, ahora, estoy sobre
Insurgentes, frente a rectoría, respiro el aire defeño, los autobuses pasan
veloces haciendo un ruido que no escucho, estoy en medio de lo que ha sido y es
mi mundo, pienso que este mi mundo se ha convertido en un universo que abarca
horizontes que van más allá del Popo y del Izta, sonrío. Las vivencias del
viaje al sureste no me abandonan, la nostalgia me invade, otro pesero pasa, me
doy cuenta que lo debía haber tomado, ya se fue, otro y otro y . . . el recuerdo me sustrae de mi ambiente, las
lagunas de Monte Bello, Palenque, el allá está aquí, vivo una contradicción,
quiero estar allá, estando aquí, y estando allá, y estoy aquí. Me pregunto: ¿por
qué?, ¿alguien tendrá la respuesta?, aunque sólo sé que lo único que deseo es
respirar el aire de mi patria, mi patria, mi hermosa patria. El pesero, ¡hey!
deténgase, ya se fue, y aquella águila gigantesca, sí, la recuerdo, la libertad
apresada, y yo, aquí apresado, sin poder partir, pero a dónde, cómo, por qué, etiqueta en rojo, animal en
extinción, el que se va a extinguir soy yo, tengo hambre, ya debería estar en
casa, estos. . . camioncitos, hay viene uno, será o no será, lo que es seguro,
sí, mi mujer, tu clase termina a las dos, se me fueron los camiones,
simplemente pensaba en la libertad apresada, te acuerdas, no me crees, sí, por
eso...
10 de Agosto de 1991.
Sergio Núñez Guzmán.
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