viernes, 21 de marzo de 2014

Impresiones de un viaje al sureste mexicano en 1991 por Sergio Núñez Guzman



            Impresiones de un viaje al sureste.        

Sergio Núñez Guzmán

            Mis ojos de capitalino, cien por ciento chilango, empezaron a descubrir otros colores, al salir del Distrito Federal; ojos acariciados por el color verde de los bosques de coníferas, que surgen a los márgenes de la autopista a Puebla, ojos nuevamente acariciados por el blanco inmaculado de las nieves del Popocatépetl y del Iztaccíhuatl, cumbres que asoman fugaces por el movimiento de las nubes y del autobús. Sorpresa continua el paisaje.

El hombre deja de ser la multitud del metro Pino Suárez, para convertirse en la persona que camina en alguna vereda cercana a la carretera. Descubro, de pronto, una distancia entre el aquél y el yo. ¿En qué consiste esta distancia?

Pasamos Puebla, que sólo fue un anuncio en la carretera. Las coníferas quedaron atrás, aparecen cactáceas, nopaleras cargadas de tunas. La vista sigue alegre, viendo verde, otro verde, siempre verde. Cruza por la imaginación aquel otro color defeño y se hacen palpables los verdes del paisaje. Surge el aquí y el allá.

El Carrizal.

Primera parada del viaje: El Carrizal, baños termales. Una especie de represa, una albercota donde nace a borbotones agua caliente. ¡Qué descanso! ¡Qué delicia!

Subimos a comer a una rústica fonda situada en la cumbre de una colina, para llegar ahí, cruzamos un largo puente colgante hecho de cables, y que se movía "al ritmo de las caderas" de nuestras compañeras. No sé cómo, de pronto, aparecieron las aguas moviéndose rápidas en el fondo del abismo, tuve la sensación de vivir una película de Tarzán en la selva, quería tomar una liana y saltar del puente, pero me detuvo el miedo, sabía que no me iba a caer, pero sentí miedo, no el que siente el espectador de la película, sino otro miedo. Tengo que declarar que corrió otro líquido, además del que escurría por el traje de baño.

Desde el sitio donde comíamos, veíamos deslizarse, tranquilo, el río caudaloso. Mi vista gratamente sorprendida aprendía otro paisaje.


Llegamos al atardecer a Veracruz, a las tres veces heroico puerto. Arribamos al loby del hotel, y mis ojos  reposaron en el verde de nuestra bandera patria, que colgaba en uno de los muros de aquella estancia, y junto a nuestro lábaro estaban otros dos extranjeros, me pregunté: ¿por qué? 

Entramos al cuarto del hotel,  y, cansado caí en la cama, un rato después, prendí la lámpara del buró, lo primero que se iluminó fue un libro, que empecé a hojear, era una biblia en inglés con traducción al español. ¿Por qué estaba ahí esa biblia? ¿Regalo del hotel para sus huéspedes? Apagué la luz, y meditando, me quedé dormido.                                                

Al día siguiente, recorrimos la carretera que va del puerto de Veracruz a Villahermosa. Llovió prácticamente durante todo el trayecto, pero qué manera de llover. Sólo en esos momentos se comprenden las explicaciones, acerca de los climas, dadas por los libros de geografía: tropical húmedo. Sentí el placer de la humedad, de la lluvia y del calor. Había una gran distancia entre el aquí y ahora y ese otro aquel y mañana.

Villahermosa, hermosa, muy hermosa villa. Su museo de la Venta, el Pellicer, su catedral, su... su Paseo de la Ilusiones. ¿Cuándo podré volver a ti, la muy hermosa villa, para caminar por tu Paseo de las Ilusiones?

Las cascadas de agua azul.

Bajé acalorado del autobús, lo primero que vi fue una güera en cuclillas con lo que supuse era un traje típico de la región. Vi que un hombre con larga cabellera y un taparrabo de cuero se acercó con gran confianza a la güera, e intervino en la plática que ella tenía con un comprador. Un niño apareció con el mismo atuendo que el hombre, pero su piel no era semejante a la del hombre sino a la de la mujer. El niño corrió y brincó al agua, agua, agua por todas partes.

El agua caía de cascada en cascada, era una continua sorpresa  de mil formas en colores bañados de luz con infinitas tonalidades.


Los rayos de sol traspasan las cúpulas de altísimos árboles e iluminan con un suave matiz verdoso las orillas del río, color y calor que emergen en forma de brizna refrescante, convertida en neblina que negrea las cavidades que ocultan remansos de agua hecha cristal. Rayos centelleantes golpean a plomo el dorso de las cascadas que resplandecen en sus bordes con una blancura diamantina, y del grueso de la columna de agua nace un azul, por unos momentos, fuerte, y en otros, claro y trasparente, un azul arrebatado al cielo, un azul táctil en las gotas acariciadoras del agua que se estrella y salta en astillas de luz y color. Y el río sigue su curso como un fuego de colores que hace arder los sentidos.

La gente, apenas cubierta, nadaba, en aquel paraíso donde la naturaleza derrama sus dones.

Palenque.                                              

Palenque, ciudad maya, hecha realidad. Lacandones salidos de los libros de historia, vivitos y coleando, sin barbas y con grandes cabellos, con hábitos blancos de monjes brotados de los bosques. Multitud de árboles gigantescos que ocultan al sol. La selva que pelea con los arqueólogos por la posesión de las ruinas. Calor y más calor, calor húmedo. Subir y bajar pirámides, conocer, tocar la historia, caminar entre la selva, sentir su sopor, cerrar los ojos, adormecerse, sentir lo calientito y una muy suave brisa, la caricia que deliciosamente roza nuestra piel, abrir los ojos y descubrir aquel verde jade del helecho que hemos recorrido con el movimiento de nuestro brazo al caminar. Y la agresividad de los moscos que repentinamente nos pican. Y los olores a verde, a vida, a sexo. Y los sonidos, la vida que grita, aquí estoy. Cuántos y cuántos sonidos. El sonido de los glifos que callan, de las esculturas que gritan. Y el silencio de nuestro asombro que dice: también esto es parte de mí, de mi patria, también esto es México.

San Cristóbal, los chamulas, la religión.

Mil pesos por persona para visitar la iglesia de los chamulas, recibo firmado por el ayuntamiento. Prohibido tomar fotografías. El guía explica que con una suma de dinero se puede arreglar lo relativo a las fotografías.

Dentro de la iglesia, los santitos estaban amontonados y recargados en las paredes a manera de ídolos. El piso estaba cubierto de pasto seco. No había ni bancas ni reclinatorios. Había muchas velas encendidas, la mayoría estaba sobre el suelo. Pocos chamulas, que sentados sobre sus talones, rezaban. Se descubría, por su arrobo, la fe, una fe ciega, casi una fe instintiva. ¿Cómo se puede creer así?

San Cristóbal, el zócalo, el mercado.


Turistas cansados buscamos asiento bajo la sombra de los árboles del zócalo de San Cristóbal, y fuimos materialmente asaltados por niños, niñas y mujeres que vendían artesanías, cuando recibieron una negativa, cambiaron de actitud, y pidieron
la fruta que llevábamos, y casi la arrebataban de nuestras manos, mientras un extranjero, burlón, desde el quiosco, filmaba la escena.

Volvimos al mercado y esta vez lo recorrimos por dentro. Una jovencita tenía a su alrededor varios compradores, nos acercamos, preguntamos, vendía tamales de coco, qué deleite. Mujercita recatada que a mis preguntas contestaba con monosílabos que tenían  que  interpretarse, en  cambio,  sus  manos   laboriosas hablaban, manos ágiles, sin ornatos, carentes de cuidados citadinos, manos de trabajo, productoras de aquellos manjares. Su rostro, moreno claro, también hablaba, aunque su lenguaje era otro, el de una alegría silente, alerta, gozosa por convertir su trabajo en monedas. Al contemplar a esta vendedora, entendí, de manera viva, que hay otros mundos, además del mío, en donde también se puede ser feliz.

Las lagunas de Monte Bello.

La belleza de las lagunas de Monte Bello es incomparable; sin embargo, para el turista que va de las ruinas de Palenque a estas lagunas, le es imposible dejar de pensar en esa otra belleza parlante y bulliciosa de la selva. Pero esta belleza de las lagunas y sus bosques se impone por su serenidad, que invita a una especie de ensimismamiento, a reflexionar, a ver con los ojos del alma. Una brisa, más bien fría, mece los árboles. Los rostros se vuelven serios y tranquilos. Se goza el paisaje. Se contempla la quietud. El hombre medita, tal vez, en la inmortalidad. Se está en otro mundo, un mundo tan distante, que cuando se piensa en el D.F., nos despierta un choque y nos preguntamos, por qué estamos tan lejos de lo que es nuestro, si esto también es México.

Tuxtla Gutiérrez.

En Chiapa de Corzo, abordamos una lancha motorizada, es medio día, me toca ir en el frente, el río parece no moverse, sentimos los brincos de la lancha rápida por las olas que atraviesa al cruzarse con otras embarcaciones también rápidas. La vista se fija en la superficie del río, cuando al dar la vuelta en una curva, aparecen muros casi verticales de una altura increíble, cubiertos de vegetación. Mi dimensión humana se empequeñece ante la grandiosidad y majestuosidad de una naturaleza primigenia.


Mis sentidos parecen enloquecer. Mis ojos olfatean la variedad sin límites de los tonos verdosos. Mi nariz ve el olor de las aguas. Mi mente gira sin saber donde detenerse y comprender, pero comprender qué: el aire que se respira. Los pulmones se invaden de oxígeno. Abro la boca y bebo aire, vida. Mis pulmones sienten, gustan, rejuvenecen la sangre que fluye una y otra vez. Los sentidos están despiertos y alertas. Mis ojos oyen el vuelo de la blanca garza que se posa en aquella lejana rama. Mi boca gusta los olores que transportan los vientos. Mis manos sienten la luz y la sombra de los acantilados. Trato, por un instante, de no pensar, y mi piel se niega, mi piel siente y piensa. La brisa seduce mi rostro. Cierro los ojos, los abro. Veo el agua que cae en múltiples e infinitas gotas. Se moldea un pino navideño hecho de un verde translúcido que se despeña por aquella pared que araña al cielo. Me pregunto si estoy despierto. Quiero poner mi mano en el agua y mi vista detiene el movimiento, un poco más allá, está un lagarto, con una lentitud increíble parpadea, está vivo, ninguna barrera hay entre él y yo. Sí, me doy cuenta y sólo intento callar y dejar que la naturaleza me hable, me llene, "me viva". Inolvidables instantes aquellos.

Catemaco.

No bajábamos del camión, cuando ya en la puerta se amontonaban vendedores, y, "no quiere que lo lleve con el brujo". La respuesta de alguno fue "espérame, dejo el equipaje y regreso, no te vayas". --¿Vas a ir a que te hagan una limpia? --Sí. --Mejor que te hagan una sucia. Catemaco, rincón de los brujos, decía la camiseta de uno de los interlocutores. --¿Qué pasó con la limpia?  --La bronca no está en los cuarenta mil pesos de la limpia, sino en los quinientos mensuales del tratamiento. ¡Canijos brujos!
En aquel momento pensé en la fe de los chamulas.

El D.F.


      Salí de la escuela terminé de dar mi clase a las 14:00 horas, ahora, estoy sobre Insurgentes, frente a rectoría, respiro el aire defeño, los autobuses pasan veloces haciendo un ruido que no escucho, estoy en medio de lo que ha sido y es mi mundo, pienso que este mi mundo se ha convertido en un universo que abarca horizontes que van más allá del Popo y del Izta, sonrío. Las vivencias del viaje al sureste no me abandonan, la nostalgia me invade, otro pesero pasa, me doy cuenta que lo debía haber tomado, ya se fue, otro y otro y . . .  el recuerdo me sustrae de mi ambiente, las lagunas de Monte Bello, Palenque, el allá está aquí, vivo una contradicción, quiero estar allá, estando aquí, y estando allá, y estoy aquí. Me pregunto: ¿por qué?, ¿alguien tendrá la respuesta?, aunque sólo sé que lo único que deseo es respirar el aire de mi patria, mi patria, mi hermosa patria. El pesero, ¡hey! deténgase, ya se fue, y aquella águila gigantesca, sí, la recuerdo, la libertad apresada, y yo, aquí apresado, sin poder partir, pero a dónde,  cómo, por qué, etiqueta en rojo, animal en extinción, el que se va a extinguir soy yo, tengo hambre, ya debería estar en casa, estos. . . camioncitos, hay viene uno, será o no será, lo que es seguro, sí, mi mujer, tu clase termina a las dos, se me fueron los camiones, simplemente pensaba en la libertad apresada, te acuerdas, no me crees, sí, por eso...


10 de Agosto de 1991.

Sergio Núñez Guzmán.

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