LA
MÁQUINA VOLADORA
Versión: Sergio Núñez Guzmán
En el año 400 de
la era cristiana, el emperador Yuan reinaba junto a la Gran Muralla China. La
tierra estaba verde, gracias a la lluvia, y se aprontaba en paz para la
cosecha. El pueblo que vivía en sus dominios no era demasiado feliz ni
demasiado desgraciado. Por la mañana temprano, el primer día de la primera
semana del segundo mes del nuevo año, el emperador Yuan estaba bebiendo té y
abanicándose, a causa de la tibia brisa, cuando un sirviente corrió por los
pisos de mosaico azul y escarlata gritando:
-Oh, emperador,
emperador, ¡un milagro!
-Sí -dijo el
emperador-. El aire es suave esta mañana.
-No, no, ¡un
milagro! -dijo el sirviente, inclinándose rápidamente.
-Y este té sabe
bien en mi boca. Ciertamente eso es un milagro.
-No, no,
excelencia.
-Déjame adivinar,
entonces. El sol ha salido y ha llegado un nuevo día. O el mar está azul. Ese,
por cierto, es el mejor de los milagros.
-Excelencia, ¡hay
un hombre volando!
-¿Qué?
El emperador
detuvo su abanico.
-Lo vi en el aire,
un hombre volando, con alas. Oí una voz que gritaba en el cielo, y cuando miré
hacia arriba estaba allí, un dragón en el cielo, con un hombre en la boca, un
dragón de papel y bambú, del color del sol y la hierba.
-Es temprano -dijo
el emperador-. Acabas de despertar de un sueño.
-Es temprano,
¡pero he visto lo que he visto! ¡Venid, y
vos también lo veréis!
-Siéntate aquí,
conmigo -dijo el emperador-. Bebe un poco de té. Debe ser muy extraño, si es
verdad, ver a un hombre volando. Debes tomarte algo de tiempo para pensar en
ello, tal como yo debo tener tiempo para prepararme a contemplarlo.
Bebieron té.
-Por favor -dijo
por último el sirviente-. Se marchará.
El emperador se
puso de pie, pensativo.
-Ahora puedes
enseñarme lo que has visto.
Fueron andando
hasta un jardín, atravesaron un prado, cruzaron un puentecito, dejaron atrás un
seto y subieron a una pequeña colina.
-¡Allí! -dijo el
sirviente.
El emperador miró
al cielo.
Y en el cielo,
riendo tan fuerte que apenas se le podía oír reír, había un hombre, y el hombre
estaba vestido con papeles de colores y cañas que se transformaban en alas y en
una hermosa cola amarilla, y planeaba por todas partes como el pájaro más
grande del universo de los pájaros, como un dragón nuevo en una tierra de
dragones antiguos.
El hombre les
gritó desde lo alto, en la fresca brisa matinal:
-¡Estoy volando,
estoy volando!
El sirviente le
saludó, agitando el brazo.
-¡Sí, sí!
El emperador Yuan
no se movió. Miró, en cambio, hacia la Gran Muralla China, que tomaba forma
surgiendo de las nieblas más lejanas, tras las colinas verdes. Esa espléndida
serpiente de piedra que se retorcía majestuosamente a través del país. Esa
muralla maravillosa que los había protegido desde tiempos inmemoriales de las
hordas enemigas, y había preservado la paz durante innumerables años. Vio la
ciudad, anidada entre un río y un camino y una colina, que comenzaba a
despertar.
-Dime -preguntó a
su sirviente-. ¿Alguien más ha visto a este hombre volador?
-He sido el único,
excelencia -dijo el sirviente, sonriendo al cielo y saludando.
El emperador
consideró los cielos durante otro minuto y luego dijo:
-Dile que baje.
-¡Hola, baja,
baja! ¡El emperador desea verte!
-llamó el
sirviente, haciendo bocina con las manos.
El emperador miró
en todas direcciones, mientras el hombre que volaba se deslizaba hacia él en el
viento matutino. Vio a un granjero que había salido temprano al campo y miraba
al cielo, y tomó nota del lugar donde se encontraba.
El hombre volador
aterrizó con un rumor de papeles y un crujido de cañas de bambú. Se aproximó
orgullosamente al emperador, torpe, a causa de su aparejo, y finalmente se
inclinó ante el anciano.
-¿Qué has hecho?
-interrogó el emperador.
-He volado en el
cielo, excelencia -replicó el hombre.
-¿Qué has hecho?
-dijo nuevamente el emperador.
-¡Acabo de
decíroslo! -gritó el hombre volador.
-No me has dicho
nada.
El emperador
extendió una mano delgada para tocar el bonito papel y la cola del pájaro del
aparato. Olía a viento fresco.
-¿No es hermoso,
excelencia?
-Sí, demasiado
hermoso.
-¡Es el único que
existe en el mundo! -dijo el hombre, sonriendo-. Y yo soy el inventor.
-¿El único que
existe en el mundo?
-¡Lo juro!
-¿Quién más sabe
esto?
-Nadie. Ni
siquiera mi mujer, que creería que el sol me ha vuelto loco. Creyó que yo
estaba haciendo un papalote. Me levanté, por la noche, y fui andando hasta los
acantilados que están allá lejos. Y cuando salió el sol y sopló el viento de la
mañana, reuní todo mi valor, excelencia, y salté desde el acantilado. ¡Y volé!
Pero mi mujer no lo sabe.
-Mejor para ella
-dijo el emperador-. Ven conmigo.
Volvieron a la
gran casa. El sol brillaba en el cielo y el olor de la hierba era refrescante.
El emperador, el sirviente y el hombre que había volado se detuvieron en el
enorme jardín.
El emperador
golpeó las manos.
-¡Eh! ¡Guardias!
Los guardias
acudieron corriendo.
-Apresad a este
hombre.
Los guardias lo
apresaron.
-Llamad al verdugo
-dijo el emperador.
-¿Qué significa
esto? -gritó el hombre, atónito-. ¿Qué he hecho?
Comenzó a llorar y
su hermoso aparato crujió.
-Este hombre ha
construido cierta máquina -dijo el emperador-, y aún pregunta qué es lo que ha
hecho. El mismo no lo sabe. Sólo le pareció necesario crear, sin saber por qué
lo ha hecho, ni que hará esta cosa.
El verdugo llegó
corriendo con una afilada hacha de plata. Se quedó allí, con los brazos
desnudos y musculosos, el rostro cubierto por una serena máscara blanca.
-Un momento -dijo
el emperador.
Se volvió hacia
una mesa sobre la que había una máquina que había creado él. El emperador cogió
una llavecita dorada que llevaba colgada al cuello. Colocó la llave en la
máquina pequeña y delicada y le dio cuerda.
Después la puso en
marcha.
La máquina era un
jardín de metal y piedras preciosas. Cuando se ponía en movimiento, había
pájaros que cantaban en diminutos árboles metálicos, lobos que andaban por
bosques en miniatura y gentecillas que corrían hacia el sol y hacia la sombra,
abanicándose con abanicos pequeñísimos, escuchando a los pajarillos de
esmeraldas y deteniéndose ante fuentes cantarinas absurdamente pequeñas.
-Y esto, ¿no es
hermoso? -dijo el emperador-. Si me preguntaras que he hecho aquí, podría
responderte bien. He hecho cantar a los pájaros, murmurar a las fuentes, he
hecho andar a la gente por los bosques, disfrutando de las hojas, la sombra y
las canciones. Esto es lo que he hecho.
-Pero, ¡oh
emperador! -imploró el hombre volador, de rodillas, con lágrimas en los ojos-.
¡Yo he hecho algo similar! He encontrado la belleza. He volado en el viento de
la mañana. He contemplado todas las casas y los jardines que dormían. He
sentido el olor del mar y hasta lo he visto, más allá de las colinas, desde la
altura en que estaba. Y me he deslizado como un pájaro. Oh, no puedo deciros
cuán hermoso es todo allá arriba, en el cielo, con el viento a mi alrededor.
¡El viento arrastrándome como a una pluma, como a un abanico! ¡Cómo huele el
cielo en la mañana! ¡Cuán libre se siente uno! Eso es hermoso, emperador, ¡eso
también es hermoso!
-Sí -dijo
tristemente el emperador-. Sé que debe ser así. Porque sentí que mi corazón se
movía contigo en el aire y me pregunté: ¿Cómo será? ¿Cómo me sentiría? ¿Qué
parecen las lagunas distantes vistas desde lo alto? ¿Y mi casa, y mis
sirvientes? ¿Serán como hormigas? ¿Y las ciudades lejanas que aún no han
despertado?
-Entonces, ¡no me
condenéis!
-Pero hay momentos
-dijo el emperador, aún más tristemente-, en que uno debe perder un poco de
belleza para poder conservar la poca belleza que uno tiene. No te temo a ti,
pero temo a otro hombre.
-¿Qué hombre?
-Otro hombre
que, viéndote, construirá otra cosa de
papel y bambú, como ésta. Pero el otro hombre tendrá una cara cruel y un
corazón malvado y la belleza desaparecerá. Ese es el hombre a quien temo.
-¿Por qué? ¿Por
qué?
-¿Quién puede
asegurar que algún día, un hombre así, en un aparato de papel y cañas, como
éste, no podría volar por el cielo y arrojar piedras sobre la Gran Muralla
China? -dijo el emperador.
Nadie se movió ni
habló.
-Cortadle la
cabeza -dijo el emperador.
El verdugo hizo
girar su hacha de plata.
-Quemad la cometa
y el cuerpo del inventor y enterrad juntas sus cenizas -dijo el emperador.
Los sirvientes se
retiraron para obedecer sus órdenes.
El emperador se
volvió hacia el sirviente que había visto volar al hombre.
-Sujeta tu lengua.
Todo fue un sueño, un sueño muy hermoso y muy triste. Y a aquel granjero que
también vio, dile que será mejor para él considerar que sólo fue una visión. Si
alguna vez corre la voz, tú y el granjero moriréis en una hora.
-Sois
misericordioso, ¡oh emperador!
-No, no soy
misericordioso -dijo el anciano.
Más allá de los
muros del jardín vio a los guardias quemando la hermosa máquina de papel y
bambú que olía como el viento de la montaña.
-No. Sólo soy un
hombre sorprendido y asustado.
Vio cómo los
guardias cavaban un pozo pequeño para enterrar las cenizas de él.
-¿Qué significa la
vida de un solo hombre comparada con la de un millón de hombres? Debo
consolarme pensando en eso.
Tomó la llave de
la cadena que rodeaba su cuello y, una vez más, dio cuerda al hermoso jardín en
miniatura.
Contempló la Gran
Muralla, al otro lado de los campos, la pacifica ciudad, los prados verdes, los
ríos y los arroyos. Suspiró. El jardín en miniatura hizo girar su oculta y
delicada maquinaria y se puso en movimiento. Personajes diminutos anduvieron
por los bosques, zorros diminutos de piel brillante merodearon a través de ciénegas
moteadas por el sol, y entre los árboles diminutos volaron minúsculos trozos de
canciones azules y amarillas, brillantes, volando, volando, en el pequeño
cielo.
-Oh -dijo el
emperador, cerrando los ojos. ¡Mirad esos pájaros, mirad esos pájaros!
THE FLYING MACHINE
In the year A.D. 400, the
Empeor Yuan held his throne by the Great Wall of China, and the land was green
with rain, readying itself toward the harvest, at peace, the people in his
dominion neither too happy nor too sad.
Early on the morning of
the first day of the firts week of the second month of the new year, the
Emperor Yuan was sipping tea and fanning himself against a warm breeze when a
servant ran fanning himself against a warm breeze when a servant ran across the
scarlet and blue garden tiles, calling, "Oh, Emperor, a miracle!"
"Yes," said the
Emperor, "the air is aweet this morning."
"No, no, a
miracle!" said the servant, bowing quickly.
"And this tea is good
in my mouth, surely that is a miracle."
"No, no, Your
Excellency."
"let me guess then
-the sun has risen and a new day es upon us. Or the sea is blue. That now is
the finest of all miracles."
"Excellency, a man is
flying!"
"What?" The
Emperor his fan.
"I saw him in the
air, a man flying with wings. I heard a voice call out of the sky, and when I
looked up, there he was, a dragon in the heavens with a man in its mouth, a
dragon of paper and bamboo, colored like the sun and the grass."
"It is early, but I
have seen what I have seen! Come, and you will see it too."
"Sit down with me
here," said the Emperor. "Drink some tea. It must be a strange thing,
if it is true, tosee a man fly. You must have time to think of it, even as I
must have time to prepare myself for the sight."
They drank tea.
"Please," said
the servant at last, "or he will be gone."
The Emperor looked into
the sky.
And in the sky, laughing so high that you could hardly
hear him laugh, was a man; and the man was clothed in bright papers and reeds
to make wings and a beautiful yellow tail, and he was soaring all about like
the largest bird in a universe of birds, like a new dragon in a land of ancient
dragons.
The man called down to them from high in the cool
winds of morning. "I fly, I fly!"
The servant waved to him. "Yes, yes!"
The Emperor Yuan did not move. Instead he looked at the Great Wall
of China now taking shape out of the farthest mist in the green hills, that
splendid snake of stones which writhed with majesty acroos the entire land.
That wonderful wall which had protected them for a timeless time from enemy
hordes and preserved peace for yeras without number. He saw the town, nestled to it self by a
river and a road and a hill, beginning to waken.
"Tell me," he said to his servant, "has
anyone else seen this flying man?"
"I am the only one, Excellency," said the
servant, smiling at the sky, waving.
The Emperor watched the heavens another minute and
then said, "Call him down to me."
"Ho, come down, come
down! The Emperor wishes to see you!" called the
servant, hands cupped to his shouting mounth.
Bradbury
The Emperor glanced
in all directions while the flying man soared down the morning wind. He saw a
farmer, early in hisfields, watching the sky, and he noted where the farmer
stood.
The flying man alit with a rustle of paper and a creak
of bamboo reeds. He came proudly to the Emperor, clumsy in his rig, at last
bowing before the old man.
"What have you done?" demanded the Emperor.
"I have flown in the sky, Your Excellency,"
replied the man.
"What have
you done?" said the Emperor again.
"I have just told you!" cried the flier.
"You have told me nothing at all." The
Emperor reached out a thin hand to touch the pretty paper and the birdlike keel
of the apparatus. It smelled cool, of the wind.
"Is it not beautiful, Excellency?"
"Yes, too beautiful."
"It is the only one in the world!" smiled
the man. "And I am the inventor."
"The only one in the world?"
"I swear it!"
"Who else knows of this?"
No one. Not even my wife, who would think me mad with
the sun. She thought I was making a kite. I rose in the night and walked to the
cliffs far away. And when the morning breezes blew and the sun rose. I gathered
my courage, Excellency, and leaped from the cliff. I flew! But my wife does not
know of it."
"Well for her, then," said the Emperor.
"Come along."
They walked back to the great house. The sun was full
in the sky now, and the smell of the grass was refreshing. The Emperor, the
servant, and the flier paused within the huge garden.
The Emperor clapped his hands. "Ho, guards!"
The guards came running.
"Hold this man."
The guards seized the flier.
"Call the executioner," said the Emperor.
"What's this!" cried the flier, bewildered,
"What have I done?" He began to weep, so that the beautiful paper
apparatus rustled.
"Here is the man who has made a certain
machine," said the Emperor, "and yet asks us what he has created. He
does not know himself. It is only necessary that he create, without knowing why
he has done so, or what this thing will do."
The executioner came running with a sharp silver ax.
He stood with his naked, large-muscled arms ready, his face covered with a
serene whit mask.
"One moment," said the Emperor. He turned to
a near-by table upon which sat a machine that he himself had created. The
Emperor took a tiny golden key from his own neck. He fitted his key to the
tiny, delicate machine and wound it up. Then he set the machine going.
The machine was a garden of metal and jewels. Set in
motion, the birds sangs in tiny metal trees, wolves walked through miniature
forest, and tiny people ran in and out of sun and shadow, fanning themselves
with miniature fans, listening to tiny emerald birds, and standing by
impossibly smal but tinkling fountains.
"Is it not beautiful?" said the Emperor.
"If you asked me what I have done here, I could answer you well. I have
made birds sing, I have made forest murmur, I have set people to walking in
this woodland, enjoying the leaves and shadows and songs. That is what I have
done."
"But, oh, Emperor!" pleaded the flier, on
his knees, the tearts pouring down his face. "I have done a similar thing!
I have found beauty. I have flown on the morning wind. I have looked down on
all the sleeping houses and gardens. I have smelled the sea and even seen it,
beyond the hills, from my high place. And I have soared like a bird; oh, I
cannot say how beautiful it is up there in the sky with the wind about me, the
wind blowing me here like a feather, there like a fan, the way the sky smells
in the morning! And how free one feels! That is beautiful, Emperor, that is
beautiful too!"
"Yes," said the Emperor sadly. "I know
it must be true. For I felt my heart move with you in the air and I wondered:
What is it like? How does it feel? How do the distant pools look from so high?
And how my houses and servants? Like ants? And how the distant towns not yet
awake?"
"Then spare me!"
"But there are times," said the Emperor,
more sadly still, "when one must lose a little beauty if one is to keep
what little beauty one already has. I do not fear you, yourself, but I fear
another man."
"What man?"
"Some other man who, seeing you, will build a
thing of bright papers and bamboo like this. But the other man will have an
evil face and an evil heart, and the beauty will be gone. It is this man I
fear." "Why?
Why?"
"Who is to say that someday just such a man, in
just such an apparatus of paper and reed, might not fly in the sky and drop
huge stones upon the Great Wall of China?" said the Emperor. No one moved or said a word.
"Off with his head," said the Emperor.
The executioner whirled his silver ax.
"Burn the like and the inventor's body and bury
their ashes together," said the Emperor.
The servants retreated to obey.
The Emperor turned to his hand-servant, who had seen
the man flying. "Hold your tongue. It was all a dream, a most sorrowful
and beautiful dream. And that farmer in the distant field who also saw, tell
him it would pay him to consider it only a vision. If ever the word passes
around, you and the farmer die within the hour."
"You are merciful, Emperor."
"No, not merciful," said the old man. Beyond
the garden wall he saw the guards burning the beautiful machine of paper and
reeds that smelled of the morning wind. He saw
the dark smoke climb into the sky. "No, only very much bewildered
and afraid," He saw the guards digging a tiny pit wherein to bury the
ashes. "What is the life of one man against those of a million others? I
must take solace from that thought."
He took the key from its chain about his neck and once
more wound up the beautiful miniature garden. He stood looking out across the
land at the Great Wall, the peaceful town, the green fields, the rivers and
streams. He sighed. The tiny garden whirred its hidden and delicate machinery
and set itself in motion; tiny people walked in forests, tiny faces loped
through sun-speckled glades in beautiful shining pelts, and among the tiny
trees flew little bits of high song and bright blue and yellow color, flying,
flying, flying in that small sky.
"Oh," said the Emperor, closing his eyes,
"look at the birds, look at the birds!"
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