viernes, 21 de marzo de 2014

Traducción de 'Il fabbro e l'imperatore' de Milly Dandolo' por Sergio Núñez Guzmán



Traducción Il fabbro e l’imperatore                Autor Milly Dandolo
                        El herrero y el emperador          Traductor Sergio Núñez Guzmán

Un sabio emperador del tiempo antiguo había escuchado hablar de un herrero que trabajaba cada día hasta que no hubiera ganado tres monedas de plata, sólo así interrumpía su labor hasta el día siguiente, por lo que acostumbraba decir que no las ganaba para hacerse rico, pues de ser así habría continuado trabajando el mismo día.
            El emperador hizo llamar al herrero y le preguntó si era verdad cuanto se decía de él.
            -Es verdad, majestad. Respondió el herrero.
            -Quieres decirme entonces, buen hombre; retomó el emperador, -¿por qué haces lo que dices?
            El herrero explicó: Majestad, yo me he propuesto hacer todo el bien posible todos los días de mi vida, porque amo la libertad y el reposo. Tres monedas me bastan.
            -Y, ¿qué haces con las tres monedas? Preguntó el emperador.
            -El herrero respondió: Una la doy, una la hago útil, y una la uso.
            -Explícate mejor, dijo el emperador, picado de curiosidad.
            -Majestad, respondió el herrero, una moneda, por amor a Dios, yo la dono para los pobres; la segunda, la hago útil, porque es para mi padre viejo porque ahora no gana más dinero y porque me sostuvo por todo el tiempo que yo no podía ganarlo; gasto la tercera en mantenerme.
            -Eres sabio, dijo el emperador. Y un mandamiento yo te ordeno para probar tu sabiduría y tu prudencia. Vete y no digas a nadie lo que me has dicho sin que antes no me hubieras visto cien veces la cara. Si desobedeces, te castigaré.
            El herrero se fue contento por la alabanza y seguro por su prudencia.
            Entonces el emperador llamó algunos sabios que vivían en su corte y les dijo: Un hombre gana cada día tres monedas, una la regala, una la hace útil y una la usa. Díganme qué cosa hace el hombre con cada una de las monedas.
            Los sabios pidieron ocho días para resolver el enigma. Se reunieron, meditaron, discutieron pero no encontraron una respuesta satisfactoria; sin embargo, habían escuchado hablar del herrero que había estado con el emperador, y después de muchas incertidumbres fueron con él y le preguntaron, en secreto, sin darle otras explicaciones, que respondiera a su pregunta. El herrero se rehusó.
            -¿Qué cosa quieres en recompensa? Preguntaron los sabios.
            -Tráinganme cien monedas de oro, dijo el herrero y entonces les daré una respuesta.
            Los sabios regresaron con las monedas de  oro, el herrero las contó, las guardo una por una, las recogió en un cofre y dio a los sabios la respuesta precisa que ya había dado al emperador. Y los sabios satisfechos regresaron a la corte.
            Cuando el emperador escuchó la respuesta de los sabios se maravilló muchísimo y pensó: El herrero no me ha obedecido, peor para él. Lo hizo llamar y le dijo severamente: Tú has trasgredido mi mandato. Tú revelaste lo que te había ordenado tener en secreto; por tanto, es necesario que yo te castigue.
            -Majestad, dijo el herrero, podéis castigarme, si usted lo desea, porque sois mi señor; pero permitid, antes, que yo me disculpe cuanto pueda. Usted me había ordenado no revelar el secreto, hasta después de haber visto cien veces vuestra noble cara; pues bien, lo hice así, puesto que su cara está acuñada sobre las monedas de oro, y, los sabios me dieron cien monedas de oro y en presencia de ellos guardé las monedas una por una y cien veces miré vuestra noble cara y por tanto ya podía hablar.
            El emperador se puso a reír. Cómo podía castigar a un hombre así de prudente y astuto.
            -Alabo tu prudencia y tu astucia. En verdad tú eres el más sabio de todos mis sabios. Te haría permanecer en mi corte, si no supiera que eres más feliz en tu taller. Vete con Dios.
            El herrero se inclinó profundamente, agradeció al emperador y retornó a su vida modesta y a su trabajo tranquilo.

Il fabbro e l’imperatore
Milly Dandolo

Un saggio imperatore del tempo antico aveva sentito parlare di un fabbro il quale ogni giorno lavorava finché non avesse guadagnato tre monete d’argento; ma poi smetteva, fino al giorno dopo; e soleva dire che, guadagnate quelle tre monete, per nessun ricco guadagno avrebbe continuato a lavorare nello stesso giorno.
            L’imperatore fece chiamare il fabbro e gli chiese se fosse vero quanto si diceva di lui.
            -É vero, Maestá – rispose il fabbro.
            -Vuoi dirmi allora, buon uomo, - riprese l’imperatore – perché fai cosí come dici?
            Il fabbro spiegó:
            -Maesta, io mi son proposto di far cosí tutti i giorni della mia vita perché amo la libertá e il riposo. Tre monete mi bastano.
            -E che fai con le tre monete? –chiese l’imperatore.
            Il fabbro respose:
            -Una la dono, una la rendo, una l’adopero.
            -Spiégati meglio –disse l’imperatore, incuriosito.
            -Maestá, -rispose il fabbro – una moneta, io la dono ai poveri, per amor di Dio; la seconda, la rendo al mio vecchio padre che ora guadagna piú e che molto danaro mi prestó per tutto il tempo che io non potei guadagnare; spendo la terza per mantenermi.
            -Sei savio – disse l’imperatore. – E un comandamento io ti faró, per provare la tua saggezza e la tua prudenza. Va’, e non dire ad alcuno ció che mi hai detto, se prima non avrai visto cento volte la mia faccia. Se disobbedirai, ti puniró.
            Il fabbro se ne andó, lieto della lode e sicuro della sua prudenza.
            Allora l’imperatore chiamó alcuni sapienti che vivevano alla sua corte e disse loro:
            -Un uomo guadagna ogni giorno tre monete; una la dona, una la rende, una l’adopera: ditemi che cosa fa l’uomo di ciascuna moneta.
            I sapienti chiesero otto giorni di tempo. Si riunirono, meditarono, discussero, ma non trovarono una risposta soddisfacente. Ma poiché avevano sentito parlare del fabbro che era stato dall’imperatore, dopo molte incertezze andarono da lui e lo pregarono, in segreto, senza dargli altre spiegazioni, di rispondere alla loro domanda. Egli ricusó.
            -Che cosa vuoi in compenso? – chiesero i sapienti.
            -Portatemi cento monete d’oro – disse il fabbro – e allora vi daró una risposta.
            I sapienti ritornarono con le monete d’oro; egli le contó, le guardó una per una, le chiuse in un cofano e diede ai sapienti la risposta precisa che aveva giá data all’imperatore. Ed essi, tutti soddisfatti, ritornarono a Corte.
            Quando l’imperatore ebbe sentito la risposta dei sapienti, si meraviglió moltissimo e pensó:
            -Il fabbro non mi ha dunque obbedito! Peggio per lui.
            Lo fece chiamare, e gli disse severamente:
            -Tu hai trasgredito il mio comando. Tu hai rivelato ció che ti avevo ordinato di tener segreto. É necessario dunque che io ti punisca.
            -Maesta, - disse il fabbro – potete punirmi, se volete, poiché siete il mio signore. Ma permettete prima che io mi discolpi come posso. Voi mi avete ordinato di non rivelare el segreto, se non dopo aver visto cento volte la vostra nobile faccia. Ebbene, ho fatto cosí. Poiché essa é coniata sulle monete, io mi feci dare dai sapienti cento monete d’oro. E in presenza di essi guardai le monete a una a una: cento volte guardai cosí la vostra nobile faccia. E dunque ormai potevo parlare.
            L’imperatore si mise a ridere. Como poteva punire un uomo cosí prudente e furbo?
            -Lodo la tua prudenza e la tua astuzia. Davvero tu sei piú saggio di tutti i miei sapienti. Ti farei rimanere alla mia corte, se non sapessi che tu sei piú felice nella tua bottega. Vátteme con Dio.
            Il fabbro s’inchinó profondamente, ringrazió l’imperatore, e ritornó alla sua vita modesta e al suo tranquillo lavoro.

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