Traducción Il fabbro e l’imperatore Autor
Milly Dandolo
El herrero y el emperador Traductor Sergio Núñez Guzmán
Un sabio emperador del
tiempo antiguo había escuchado hablar de un herrero que trabajaba cada día
hasta que no hubiera ganado tres monedas de plata, sólo así interrumpía su
labor hasta el día siguiente, por lo que acostumbraba decir que no las ganaba
para hacerse rico, pues de ser así habría continuado trabajando el mismo día.
El emperador hizo llamar al herrero
y le preguntó si era verdad cuanto se decía de él.
-Es verdad, majestad. Respondió el
herrero.
-Quieres decirme entonces, buen
hombre; retomó el emperador, -¿por qué haces lo que dices?
El herrero explicó: Majestad, yo me
he propuesto hacer todo el bien posible todos los días de mi vida, porque amo
la libertad y el reposo. Tres monedas me bastan.
-Y, ¿qué haces con las tres monedas?
Preguntó el emperador.
-El herrero respondió: Una la doy,
una la hago útil, y una la uso.
-Explícate mejor, dijo el emperador,
picado de curiosidad.
-Majestad, respondió el herrero, una
moneda, por amor a Dios, yo la dono para los pobres; la segunda, la hago útil,
porque es para mi padre viejo porque ahora no gana más dinero y porque me
sostuvo por todo el tiempo que yo no podía ganarlo; gasto la tercera en
mantenerme.
-Eres sabio, dijo el emperador. Y un
mandamiento yo te ordeno para probar tu sabiduría y tu prudencia. Vete y no
digas a nadie lo que me has dicho sin que antes no me hubieras visto cien veces
la cara. Si desobedeces, te castigaré.
El herrero se fue contento por la
alabanza y seguro por su prudencia.
Entonces el emperador llamó algunos
sabios que vivían en su corte y les dijo: Un hombre gana cada día tres monedas,
una la regala, una la hace útil y una la usa. Díganme qué cosa hace el hombre
con cada una de las monedas.
Los sabios pidieron ocho días para
resolver el enigma. Se reunieron, meditaron, discutieron pero no encontraron
una respuesta satisfactoria; sin embargo, habían escuchado hablar del herrero
que había estado con el emperador, y después de muchas incertidumbres fueron
con él y le preguntaron, en secreto, sin darle otras explicaciones, que
respondiera a su pregunta. El herrero se rehusó.
-¿Qué cosa quieres en recompensa?
Preguntaron los sabios.
-Tráinganme cien monedas de oro,
dijo el herrero y entonces les daré una respuesta.
Los sabios regresaron con las
monedas de oro, el herrero las contó,
las guardo una por una, las recogió en un cofre y dio a los sabios la respuesta
precisa que ya había dado al emperador. Y los sabios satisfechos regresaron a
la corte.
Cuando el emperador escuchó la
respuesta de los sabios se maravilló muchísimo y pensó: El herrero no me ha
obedecido, peor para él. Lo hizo llamar y le dijo severamente: Tú has
trasgredido mi mandato. Tú revelaste lo que te había ordenado tener en secreto;
por tanto, es necesario que yo te castigue.
-Majestad, dijo el herrero, podéis
castigarme, si usted lo desea, porque sois mi señor; pero permitid, antes, que
yo me disculpe cuanto pueda. Usted me había ordenado no revelar el secreto,
hasta después de haber visto cien veces vuestra noble cara; pues bien, lo hice
así, puesto que su cara está acuñada sobre las monedas de oro, y, los sabios me
dieron cien monedas de oro y en presencia de ellos guardé las monedas una por
una y cien veces miré vuestra noble cara y por tanto ya podía hablar.
El emperador se puso a reír. Cómo
podía castigar a un hombre así de prudente y astuto.
-Alabo tu prudencia y tu astucia. En
verdad tú eres el más sabio de todos mis sabios. Te haría permanecer en mi
corte, si no supiera que eres más feliz en tu taller. Vete con Dios.
El herrero se inclinó profundamente,
agradeció al emperador y retornó a su vida modesta y a su trabajo tranquilo.
Il fabbro e l’imperatore
Milly Dandolo
Un saggio imperatore del tempo antico aveva sentito parlare di un fabbro il
quale ogni giorno lavorava finché non avesse guadagnato tre monete d’argento;
ma poi smetteva, fino al giorno dopo; e soleva dire che, guadagnate quelle tre
monete, per nessun ricco guadagno avrebbe continuato a lavorare nello stesso
giorno.
L’imperatore fece chiamare
il fabbro e gli chiese se fosse vero quanto si diceva di lui.
-É vero, Maestá – rispose
il fabbro.
-Vuoi dirmi allora, buon
uomo, - riprese l’imperatore – perché fai cosí come dici?
Il fabbro spiegó:
-Maesta, io mi son
proposto di far cosí tutti i giorni della mia vita perché amo la libertá e il
riposo. Tre monete mi bastano.
-E che fai con le tre
monete? –chiese l’imperatore.
Il fabbro respose:
-Una la dono, una la rendo,
una l’adopero.
-Spiégati meglio –disse
l’imperatore, incuriosito.
-Maestá, -rispose il
fabbro – una moneta, io la dono ai poveri, per amor di Dio; la seconda, la
rendo al mio vecchio padre che ora guadagna piú e che molto danaro mi prestó
per tutto il tempo che io non potei guadagnare; spendo la terza per mantenermi.
-Sei savio – disse
l’imperatore. – E un comandamento io ti faró, per provare la tua saggezza e la
tua prudenza. Va’, e non dire ad alcuno ció che mi hai detto, se prima non
avrai visto cento volte la mia faccia. Se disobbedirai, ti puniró.
Il fabbro se ne andó,
lieto della lode e sicuro della sua prudenza.
Allora l’imperatore chiamó
alcuni sapienti che vivevano alla sua corte e disse loro:
-Un uomo guadagna ogni
giorno tre monete; una la dona, una la rende, una l’adopera: ditemi che cosa fa
l’uomo di ciascuna moneta.
I sapienti chiesero otto
giorni di tempo. Si riunirono, meditarono, discussero, ma non trovarono una
risposta soddisfacente. Ma poiché avevano sentito parlare del fabbro che era
stato dall’imperatore, dopo molte incertezze andarono da lui e lo pregarono, in
segreto, senza dargli altre spiegazioni, di rispondere alla loro domanda. Egli
ricusó.
-Che cosa vuoi in
compenso? – chiesero i sapienti.
-Portatemi cento monete
d’oro – disse il fabbro – e allora vi daró una risposta.
I sapienti ritornarono con
le monete d’oro; egli le contó, le guardó una per una, le chiuse in un cofano e
diede ai sapienti la risposta precisa che aveva giá data all’imperatore. Ed
essi, tutti soddisfatti, ritornarono a Corte.
Quando l’imperatore ebbe
sentito la risposta dei sapienti, si meraviglió moltissimo e pensó:
-Il fabbro non mi ha
dunque obbedito! Peggio per lui.
Lo fece chiamare, e gli
disse severamente:
-Tu hai trasgredito il mio
comando. Tu hai rivelato ció che ti avevo ordinato di tener segreto. É
necessario dunque che io ti punisca.
-Maesta, - disse il fabbro
– potete punirmi, se volete, poiché siete il mio signore. Ma permettete prima
che io mi discolpi come posso. Voi mi avete ordinato di non rivelare el
segreto, se non dopo aver visto cento volte la vostra nobile faccia. Ebbene, ho
fatto cosí. Poiché essa é coniata sulle monete, io mi feci dare dai sapienti
cento monete d’oro. E in presenza di essi guardai le monete a una a una: cento
volte guardai cosí la vostra nobile faccia. E dunque ormai potevo parlare.
L’imperatore si mise a
ridere. Como poteva punire un uomo cosí prudente e furbo?
-Lodo la tua prudenza e la
tua astuzia. Davvero tu sei piú saggio di tutti i miei sapienti. Ti farei
rimanere alla mia corte, se non sapessi che tu sei piú felice nella tua
bottega. Vátteme con Dio.
Il fabbro s’inchinó
profondamente, ringrazió l’imperatore, e ritornó alla sua vita modesta e al suo
tranquillo lavoro.
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