Michoacán,
viaje a las mariposas
Sergio Núñez
Guzmán
México D.F. D.F., sinónimo
de contaminación. Salimos en busca de un mejor ambiente. La ilusión, aunque no
juvenil, inquietaba a nuestros espíritus. En medio de la clase, consultar el
reloj a hurtadillas, ver la hora, imaginar que dentro de unos momentos ya
iríamos en la carretera. Salir corriendo a tomar la maleta y dirigirse de
inmediato al punto de reunión. ¡Qué desesperanza! Llegar y no encontrar a
nadie. La virtud de la puntualidad no es una de nuestras virtudes. Después de
dos horas, partimos en aquel viejo camión, por todo el periférico, rumbo a
Michoacán. Luces fugaces mezcladas con las lámparas de la avenida semejaban
escamas o piel luminosa de una víbora que se extiende hasta no sabemos dónde.
El D.F. crece, crece, ¿dónde termina? No lo sé. El camión se detiene. ¿Qué
pasa? El chofer baja y minutos después vuelve a su sitio, y volvemos a partir.
Alguien comenta: por esto cuesta más el viaje. Poco después el camino oscurece.
Luces lejanas se pierden en la oscuridad. El camión se vuelve a detener y se
repite la situación. Y el costo vuelve a subir. ¿Por qué se detiene el camión?
Es la carretera libre, no la de cuota. Seguimos nuestro camino. Llegamos a
nuestro destino. Y al día siguiente vamos al santuario de las mariposas. Es un
paisaje distinto. Para mi visión es una sorpresa ver un paisaje donde no hay
casas, donde sólo aparece de vez en cuando una casita rodeada de árboles y de
campos cultivados. Mi espíritu se estremece. La comparación es obvia; sin
embargo, la historia que forma parte de mi realidad no puede aceptar espacios
tan enormes y tan verdes que no se comparan con aquel gris contaminado de dónde
vengo. En este instante surgen dos realidades incontrastables. ¿Por qué? El
conflicto que se presenta entre aquella realidad de la cual vivo y esta otra
realidad a la cual aspiro es insoluble. ¿Cómo resolver el dilema?... El camión
sigue su curso, llegamos a un punto de nuestro destino, donde tenemos que
transbordar y tomar una camioneta, que nos lleve al sitio donde se encuentran
las mariposas. Aquella alegría y aquella ilusión obtenida del paisaje
desaparece repentinamente al encontrar una verdadera multitud de gentes que
desean lo mismo que nosotros. Los diferentes grupos de excursionistas pelean
entre sí por la camioneta que los lleva a su destino. Finalmente, nuestro grupo
logra subirse a un transporte de redilas sueltas por el mal trato. Iniciamos el
recorrido alegres y entre risas, porque logramos lo que queríamos. La camioneta
va por un camino, que no conoce la civilización, de tierra suelta, y muy
empinado. Los bruscos giros del transporte hacen que los pasajeros se
arremolinen y se apretujen a cada brinco. Las risas cesan. La actitud de los
paseantes cambia. Las paredes del sendero crecen o decrecen con la luz del sol.
El bosque simplemente ha desaparecido. No hay árboles. Los rostros ensombrecen.
Recibimos un baño, no de humus, sino de polvo, como en aquel cuento, en donde
después de pasar las carretas la tierra
se vuelve finita, finita, hasta convertirse en polvo. En esta oscuridad
polvorienta la carcacha se detiene, y el chofer baja, delante de él, está lo
que suponemos es un campesino que impide el paso del transporte, interrogamos
qué pasa, y alguien responde que no podemos seguir, y preguntamos por qué. La
respuesta es porque hay que pagar una cuota, y, naturalmente el costo del viaje
sube, contestamos que esto no es un camino de cuota. La reflexión se hace
presente. ¿Qué no es México? ¿Qué no somos mexicanos? El viaje sigue, previo
pago, en medio del polvo, pues tanto adelante como atrás van otras camionetas
semejantes a la nuestra. El aire se hace irrespirable. No nos reconocemos.
Estamos bañados con aquello que parece tierra pero que tiene otros olores,
repentinamente, una de las redilas se sale, y una mujer grita porque en su
desesperación se agarró de otra redila, que de manera inexplicable, le machuca
los dedos. Se le pide al chofer que pare y dice que no, porque según él, no
puede detener a los transportes que lo siguen. Aquel encanto y aquella alegría
del grupo ha desaparecido. Se llega al destino y antes de bajar del transporte,
el chofer pide otra cooperación económica para el estacionamiento. Pero, ¿por
qué?, si desde la salida se pagó el pasaje. Y ahora, ¿por qué? se tiene que
pagar el estacionamiento, cuando el chofer debería pagar la curación de
los dedos mayugados. La situación se vuelve trágica. El chofer está
a punto de golpear a uno de
los integrantes del grupo que está dispuesto a defenderse. Y yo pienso ¿acaso
no se mata, de esta manera, a la gallina de los huevos de oro? En fin, estamos
ahora frente a una choza que semeja una ventanilla de compra de boletos para
poder subir a ver a las mariposas. Un anuncio dice que se hace el cincuenta por
ciento de descuento a... lo que sigue está un tanto borrado o tachado y resulta
indecifrable. Algunos del grupo muestran
credenciales de maestros o de la tercera edad y se les contesta, no siempre de
la mejor manera, que para ellos no hay descuento. Compramos los boletos de
manera individual y comenzamos el ascenso. Aquello es el caos, el desorden más
completo, todo, absolutamente todo, está lleno de gente, parece el metro Pino
Suárez en viernes a las seis de la tarde. Ver los letreros referentes a la
descripción de la vida y costumbres de las mariposas es penoso, pues ni de
casualidad le ponen acento a palabras tan importantes como México o Michoacán.
Algunos extranjeros que, por lo visto, son maestros de español en su país de
orígen hacían referencia a las faltas de ortografía. Seguramente esto es lo
menos importante. Es un camino largo, en ascenso, para llegar al sitio donde
anidan las mariposas. No hay baños públicos para cubrir las necesidades de esta
multitud que se vacía en este lugar. Hay vigilantes a lo largo del camino,
¿para qué sirven? La respuesta se encuentra cuando algún caminante urgido corre
y se esconde detrás de un árbol, después sale despreocupado a incorporarse al
caudal de humanos que transitamos por esos caminos, pero antes de que aquel
urgido se pierda entre la multitud, uno de estos vigilantes amablemente le toca
el hombro y simplemente estira la mano. Varios de nosotros observamos la escena.
Vemos que el turista lo saluda y se despide con una sonrisa. Vemos al mismo
tiempo que el vigilante se inclina y recoge algo. Alguien comenta: se le cayó
el saludo. También esto es México. El grupo se ha desintegrado totalmente, no
sabemos quien va adelante ni quien va atrás. Alguien que desciende nos dice que
todavía nos falta mucho para llegar. La gente está cansada, unos siguen y otros
regresan. El tiempo pasa rápidamente y solo unos cuantos logran ver a las
mariposas. Los demás regresan al punto de partida. Salgo del santuario y busco
a mi compañera, no la encuentro, y quiero regresar para ayudarla a bajar, se me
impide el paso por que no presento el boleto de entrada, que no sé dónde lo
dejé. Hay impotencia y hay malestar. Si quiero entrar, tengo que pagar otra
vez. Veo que mi acompañante, arrastrando la cobija, está por llegar, corro a
recibirla a pesar del jaloneo con el vigilante y salgo inmediatamente con mi
mujer. ¡Son ejidatarios metidos a agentes turísticos! Los mexicanos sabemos
hacer las cosas. Y aún faltaba el regreso. Ninguno de nosotros quería volver en
la camioneta que nos trajo. Se había pagado el viaje completo. No se encontraba
otra carcacha que nos regresara. Oscurecía y todos los grupos estaban saliendo
y el ambiente se oscurecía más con el polvo que levantaban. Nuestro grupo
estaba irritado, molesto, cansado y algunos decían: venir de tan lejos y sufrir
tantas incomodidades para no ver a las mariposas. ¿Por qué estoy aquí? El
regreso fue otra aventura, otra odisea. ¿Qué es lo que permite a una sociedad
ser felíz? ¡México! ¡México!
La zambullida
Sergio Núñez
Guzmán
Salir del D.F. y dirigirse a
los Azufres de Michoacán hace volar la imaginación a los montes llenos de
árboles. No es la mente sino los pulmones que se regocijan por aquel oxígeno
desprendido de pinos y abetos, que renueva la vida del que camina por esos
bosques. ¡Qué hermosura y qué belleza! Sale el camión del D.F. por esa enorme
víbora periférica de múltiples focos
para hundir su cola en los pozos michoacanos, productores de
electricidad, que iluminan sus tantos y tantos ojos enrojecidos y piel
salpicada de brillosas escamas amarillentas. Reducir las muchas impresiones a este
lenguaje resulta una aventura y un reto que no es posible soslayar. Mis pies
ascienden por el lomo de la serpiente que se eleva a través del bosque, y
muerde sus cascabeles en las blancas
nubes surgidas de las chimeneas de los dínamos que la mueven y la animan. La
magia se convierte en pesadilla cuando los paseantes se embadurnan el rostro
con lodo azufroso. Los pies siguen el camino asfaltado. Sorprende la soledad y
tranquilidad de los bosques y el absoluto abandono de las plantas eléctricas.
El paseante penetra y sale. Y al final cuando se abandona el sendero un triste
anuncio doblado y semiborrado dice: "Se prohíbe el paso". Sólo los
pinos, como guardianes solitarios, asoman sus cabezas al horizonte inmaculado y
gritan eternidad, sus anchos troncos así lo dicen, y mueren erectos con los
pies chamuscados por una tala hormiga de mano incógnita. El paseante observa y
reflexiona. ¡Cómo nos atrevemos a perder esta belleza!
El camión hace sonar su claxon para
recordarnos que hay que volver. Vamos a tomar un baño de agua termal. La
sorpresa es gigantesca pues el charco, a donde intento lanzarme, está más
congestionado que un vagón de metro en día de quincena. Rehúso tal zambullida y
bajo a caminar en la "Laguna larga". Tengo que pagar para poder hacer
esto. En medio de mi impotencia, exclamo: tengo derecho de respirar los aires
de mi patria. ¡México! ¡México!
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