jueves, 27 de marzo de 2014

Viaje all paraíso por Sergio Núñez Guzmán



VIAJE AL PARAÍSO

Sergio Núñez Guzmán


El rugir del camión habla de las asperezas del camino montañoso. Ese pasajero y aquél guardan silencio, buscan la distracción en la película iniciada hace  unos minutos o, tal vez, hace unas horas, porque tú, como péndulo de reloj antiguo, cuentas las vueltas del camino con tu ir y venir, acaso piensas, en qué sueñas. Sueño que veo el verdor de los cultivos, y la vista contempla la aridez expresada en la riqueza de los diferentes tonos de un café seco,  propio del desierto con arbustos y abrojos faltos de caricias humanas. Y la alegría de la vida de un campo cultivado es una especie de recuerdo traído por la imaginación. Y ya no soy  yo, son los ojos que preguntan: ¿por qué? La mente compite en velocidad con la mirada y la razón se ilumina. Y una cabañita, en medio de la soledad, enseña la fantasía de la vida en la mujer inclinada sobre una piedra. Y la inteligencia se ofusca al ver aquellas chocitas abandonadas y semidestruidas. ¿Qué sucedió?  El noble camioncito devora  kilómetros. El paisaje cansa por su monotonía. La película de la tele aburre. Surge, en la vacía inmensidad, el ensayo de lo que quiso ser una casa, los muros colocados, los techos puestos, las  ventanas destrozadas, las paredes con innecesarios agujeros hechos por invasores de paso, y todo y toda invadida por malas yerbas y peores recuerdos. El ideal de un sueño se rompió. La ilusión de una voluntad muestra su triste destrucción. ¿Qué es la derrota? ¿Qué es el triunfo? ¿Qué es la vida? Y, más adelante, en la cumbre de una colina, la sorpresa de una cabaña con antena parabólica y campos sin cultivar, abandonados.  Los ojos cansados de ver intentan ocultarse en el artificio de la insípida película.  El autobús corre, corre por paisajes destructores de sueños. ¿Qué importa? Nos detenemos. ¿Problemas en una llanta? Estamos casi en la cumbre de una montaña. El paisaje es hermoso y los ojos persiguen el descanso en un brillo no muy lejano, se busca la razón del resplandor. Una camioneta de cristales polarizados aparece en el horizonte frente a una choza  miserable, y el Pinocho de la película interroga: ¿por qué?

La luz, que alumbra la verdad de las barrancas, desaparece, según se oculta el sol. Y la oscuridad se funde con el silencio parlanchín del paisaje
                                            

Carretera y montaña corren de la mano, cuando el ardiente y temeroso camino se detiene, y ve a la calurosa montaña lanzarse al mar en busca de frescura, mientras, desde la altura, el antropófago galgo observa como el oleaje, con suave caricia, esculpe deformadas figuras en piedras que las sombras del anochecer intentan humanizar, y sólo el fuego de las hogueras hace bailar los riscos insensibles al cantar marino. El agua pacientemente transforma la roca en arenillas que compiten con la eternidad y ensanchan la playa. En las asimétricas distancias corren palmeras delgaditas de cintura  y de jugosos senos. Plantas y hierbas adornan el paisaje detenido por la pétrea muralla que se levanta imponente en donde las cactáceas crecen en el vacío de grietas imposibles de alcanzar. Los ojos persiguen la línea del horizonte y cada vez se elevan un poco al destacarse las crecidas cúpulas de árboles tropicales. Del bosquecillo se desprenden fragancias inesperadas y frutos que  animales desdeñosos pisotean. La natural pared  paulatinamente, lentamente se convierte en barranca,  se acrecienta en cumbre y retorna cañada por la que descienden aguas perfumadas de risas. Los líquidos surcos son trinos de pájaros no escuchados. Riachuelo de colores vivos que desemboca en el edén de la playa tropical.

Despertar travieso cuando la compañera asoma el rostro en la tienda de campaña y con mano recién salida del arroyo salpica el rostro y se repite el juego eterno entre ella y él. El suave y pequeño declive se deslava en el ir y venir de las olas y la tienda cae y las risas se convierten en alegría de vivir.

El hambre recuerda tareas cotidianas. La vida convierte al hombre en pescador improvisado. Adán pesca mientras Eva recoge ramas secas. Llega él con el pescado y ella no puede arreglarlo, mientras, él, con manos inútiles, desperdicia cerillos; ella ríe, corre, él la persigue. Las arenas de la playa muestran pasos irregulares. Las olas discretas borran las huellas del encuentro. El mar canta a la vida con la inmensidad de un rumor infinito y las risas callan.

Se corre,  se juega, se ama, se vive. La piel enrojece, ennegrece. Surge el dolor y la manzana de la discordia. ¿Por qué no trajiste la crema para el sol?  El allá está aquí.

Seres primitivos, prácticamente desnudos, se acercan, reclaman un pago por haber ocupado, con las tiendas de campaña, un pedazo de playa que ellos demandan como suyo. Eran pescadores astutos, cobradores de una cuota de felicidad a los tímidos turistas. El infierno de la miseria se hace presente. Los turistas incrédulos pagan el sueño de las vacaciones con una limosna de indiferencia.                                                                             


Una hermosísima construcción existe en la cumbre del precipicio costero. La pared del acantilado se escinde en dos, y así, nace una hendidura, que aparentemente corre desde lo alto a los bajos de la playa. Hay, en este corte de la naturaleza, una escalera construida con regularidad arquitectónica y con cortadas piedras de río. Fuertes contrastes surgen en la irregularidad de las peñas diseñadas libres del capricho humano y la expresión del deseo pagado con dinero. El tenue colorido de las rocas compite con el rojo de flores en racimo, desatadas de las enredaderas colgantes y, con el verdor de los goteantes musgos, unas y otras gritan su alegría en las cataratas desprendidas del insólito matrimonio entre la libertad  y el capricho. La escalera rompe la lógica de la razón por no tener una supuesta continuación, pues se pierde detrás de un peñasco; sin embargo, a mitad del abismo, aparece la boca de una cueva de pirata, la abertura de esta garganta es una puerta de gruesos maderos con herrajes metálicos, que, al abrirse, queda convertida en puente levadizo, y luego, con elegancia, cubre el vacío entre el muro en que se encuentra y aquella otra saliente de la pared vecina, de esta forma, la escalera  retoma su camino y desciende, en juguetona paz, a la playa, donde desemboca en una reja de dos hojas, ahí se representan, a la izquierda, una niña desnuda; a la derecha, un niño, también desnudo, y ambos, jugando, se lanzan chorros de agua.

Sonidos extraños, emitidos desde lo alto, obligan al espectador a levantar la vista y a observar cómo el puente, con un rechinar de cadenas, se desploma al extremo de la escalera truncada. El yo exclama: ¡quiero subir al cielo! Sólo, como respuesta, el crujir de los eslabones eternamente encadenados exclama: ¡desciende al infierno!

El cansancio de la humanidad  busca el reposo en el balanceo de las hamacas. El monótono movimiento arrulla. Los ojos inconscientes se cierran. El caótico pensamiento desea prolongar la tranquilidad del momento y no quiere reflexionar en el allá. La suave brisa, húmedo viento, relaja las tensiones de músculos y de mente. En medio del ensueño, el recuerdo del allá impone abrir los ojos para confirmar el aquí. La evocación de la multitud se encuentra en el yo. La voluntad grita: olvida el allá, olvida los fortuitos apretones en el metro. Una protesta desesperada, firme, surge de las entrañas y dice: estoy aquí, en el paraíso. El dedo índice oprime el control, abiertos los ojos, sombrías figuras televisivas se mueven en la pared de mi acantilado.
                                

Alrededor de una hoguera se mueven hombres y mujeres, ellos y ellas toman asiento en las arenas de la playa, y, como en momentánea tribu, empiezan a sonar tambores, nacen ritmos primitivos y aullidos de animales en celo. Las llamas se avivan por mano femenina que junto con la flama se eleva reptando hacia el infinito. La sombra increíblemente femenina, inmóvil, despacio se mueve, y en las sinuosidades de la piedra se deforma,  en instantes de eternidad es bruja de cabellos garabateados por mano de niño travieso, en los siguientes, es estatua de diosa griega. El cuerpo, con armonía insólita, sigue el claro sonido de los tambores, por momentos, lento y de pronto des bordador de cordura. Cuerpo y alma se entregan a la locura del olvido del ayer y del mañana, viven el presente, el aquí y el ahora. La razón de una lógica absurda equilibra la pasión El espíritu aprende a volar entre el desenfreno y la locura. El tiempo trascurre. Los participantes, en inconsciente letargo, empiezan a bailar y siguen los sones de una música que refleja la felicidad del paraíso perdido. El yo, encadenado por la voluntad, se desata y baila y grita y aúlla y suda y busca, en los olores de otro cuerpo, el placer primigenio de una vida oculta en la semilla. La presión ejercida por el sistema se convierte en desenfreno  de un baile que no llega a bacanal. Las olas se retiran. El mar calla. El tuntuneo cesa. Los cuerpos desfallecidos duermen. La naturaleza impone el silencio de ruidos matutinos y pronto, muy pronto, otro día comienza. 

El camioncito parte. Voy sentado en esta banquita lateral de media nalga y como reloj viejo y sin cuerda, a cada enfrenón, digo no. Señor, córrase tantito. No, digo sí. ¿Qué tiraron? Perdone, me empujaron. No se preocupe. No. . . como voy a decir sí, con esto de la huelga. Que firme aquí, que firme allá. El cheque. ¿Dónde estarán pagando?  Mejor firma el acta de divorcio. Cálmate, no es para tanto.  Disculpe. Esta mujer gorda casi se sienta en ti, y ni cuenta te das. Este calorcito y estos perjúmenes. ¿Qué parada es ésta? Tranquilo, tranquilo, no pasa nada, mejor piensa, sueña que sueñas en la playa. ¿De quién fue invento, tuyo o de tu mujer? ¿Qué? La playa. ¿Cuál? Mi mujer puso el arbolito de Navidad en una cazuela vieja cerca de la ventana y quitó el sillón de la sala. -No voy a poder ver la televisión. -Pon la hamaca en lugar del sillón. -Mejor quito el árbol seco que pusiste. Y cuando llegué, la hamaca estaba puesta. -Viejito, ya puse la hamaca, recuéstate en ella. -No. -¿Cómo que no! Algo crujía y a cada vaivén, limpiaba el piso con el trasero del pantalón. Ja, ja, ¿dónde te sentaste? Señor, despierte, ya llegamos. ¿Qué? Ya llegamos. ¿A dónde?




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