VIAJE
AL PARAÍSO
Sergio
Núñez Guzmán
El rugir del camión habla de
las asperezas del camino montañoso. Ese pasajero y aquél guardan silencio,
buscan la distracción en la película iniciada hace unos minutos o, tal vez, hace unas horas,
porque tú, como péndulo de reloj antiguo, cuentas las vueltas del camino con tu
ir y venir, acaso piensas, en qué sueñas. Sueño que veo el verdor de los
cultivos, y la vista contempla la aridez expresada en la riqueza de los
diferentes tonos de un café seco, propio
del desierto con arbustos y abrojos faltos de caricias humanas. Y la alegría de
la vida de un campo cultivado es una especie de recuerdo traído por la
imaginación. Y ya no soy yo, son los
ojos que preguntan: ¿por qué? La mente compite en velocidad con la mirada y la
razón se ilumina. Y una cabañita, en medio de la soledad, enseña la fantasía de
la vida en la mujer inclinada sobre una piedra. Y la inteligencia se ofusca al
ver aquellas chocitas abandonadas y semidestruidas. ¿Qué sucedió? El noble camioncito devora kilómetros. El paisaje cansa por su monotonía.
La película de la tele aburre. Surge, en la vacía inmensidad, el ensayo de lo
que quiso ser una casa, los muros colocados, los techos puestos, las ventanas destrozadas, las paredes con
innecesarios agujeros hechos por invasores de paso, y todo y toda invadida por
malas yerbas y peores recuerdos. El ideal de un sueño se rompió. La ilusión de
una voluntad muestra su triste destrucción. ¿Qué es la derrota? ¿Qué es el
triunfo? ¿Qué es la vida? Y, más adelante, en la cumbre de una colina, la
sorpresa de una cabaña con antena parabólica y campos sin cultivar,
abandonados. Los ojos cansados de ver
intentan ocultarse en el artificio de la insípida película. El autobús corre, corre por paisajes
destructores de sueños. ¿Qué importa? Nos detenemos. ¿Problemas en una llanta?
Estamos casi en la cumbre de una montaña. El paisaje es hermoso y los ojos
persiguen el descanso en un brillo no muy lejano, se busca la razón del
resplandor. Una camioneta de cristales polarizados aparece en el horizonte
frente a una choza miserable, y el
Pinocho de la película interroga: ¿por qué?
La luz, que alumbra la
verdad de las barrancas, desaparece, según se oculta el sol. Y la oscuridad se
funde con el silencio parlanchín del paisaje
Carretera y montaña corren
de la mano, cuando el ardiente y temeroso camino se detiene, y ve a la calurosa
montaña lanzarse al mar en busca de frescura, mientras, desde la altura, el
antropófago galgo observa como el oleaje, con suave caricia, esculpe deformadas
figuras en piedras que las sombras del anochecer intentan humanizar, y sólo el
fuego de las hogueras hace bailar los riscos insensibles al cantar marino. El
agua pacientemente transforma la roca en arenillas que compiten con la
eternidad y ensanchan la playa. En las asimétricas distancias corren palmeras
delgaditas de cintura y de jugosos
senos. Plantas y hierbas adornan el paisaje detenido por la pétrea muralla que
se levanta imponente en donde las cactáceas crecen en el vacío de grietas
imposibles de alcanzar. Los ojos persiguen la línea del horizonte y cada vez se
elevan un poco al destacarse las crecidas cúpulas de árboles tropicales. Del
bosquecillo se desprenden fragancias inesperadas y frutos que animales desdeñosos pisotean. La natural
pared paulatinamente, lentamente se
convierte en barranca, se acrecienta en
cumbre y retorna cañada por la que descienden aguas perfumadas de risas. Los
líquidos surcos son trinos de pájaros no escuchados. Riachuelo de colores vivos
que desemboca en el edén de la playa tropical.
Despertar travieso cuando la
compañera asoma el rostro en la tienda de campaña y con mano recién salida del
arroyo salpica el rostro y se repite el juego eterno entre ella y él. El suave
y pequeño declive se deslava en el ir y venir de las olas y la tienda cae y las
risas se convierten en alegría de vivir.
El hambre recuerda tareas
cotidianas. La vida convierte al hombre en pescador improvisado. Adán pesca
mientras Eva recoge ramas secas. Llega él con el pescado y ella no puede
arreglarlo, mientras, él, con manos inútiles, desperdicia cerillos; ella ríe,
corre, él la persigue. Las arenas de la playa muestran pasos irregulares. Las
olas discretas borran las huellas del encuentro. El mar canta a la vida con la
inmensidad de un rumor infinito y las risas callan.
Se corre, se juega, se ama, se vive. La piel enrojece,
ennegrece. Surge el dolor y la manzana de la discordia. ¿Por qué no trajiste la
crema para el sol? El allá está aquí.
Seres primitivos,
prácticamente desnudos, se acercan, reclaman un pago por haber ocupado, con las
tiendas de campaña, un pedazo de playa que ellos demandan como suyo. Eran
pescadores astutos, cobradores de una cuota de felicidad a los tímidos
turistas. El infierno de la miseria se hace presente. Los turistas incrédulos
pagan el sueño de las vacaciones con una limosna de indiferencia.
Una hermosísima construcción
existe en la cumbre del precipicio costero. La pared del acantilado se escinde
en dos, y así, nace una hendidura, que aparentemente corre desde lo alto a los
bajos de la playa. Hay, en este corte de la naturaleza, una escalera construida
con regularidad arquitectónica y con cortadas piedras de río. Fuertes
contrastes surgen en la irregularidad de las peñas diseñadas libres del
capricho humano y la expresión del deseo pagado con dinero. El tenue colorido
de las rocas compite con el rojo de flores en racimo, desatadas de las
enredaderas colgantes y, con el verdor de los goteantes musgos, unas y otras
gritan su alegría en las cataratas desprendidas del insólito matrimonio entre
la libertad y el capricho. La escalera
rompe la lógica de la razón por no tener una supuesta continuación, pues se
pierde detrás de un peñasco; sin embargo, a mitad del abismo, aparece la boca
de una cueva de pirata, la abertura de esta garganta es una puerta de gruesos
maderos con herrajes metálicos, que, al abrirse, queda convertida en puente
levadizo, y luego, con elegancia, cubre el vacío entre el muro en que se
encuentra y aquella otra saliente de la pared vecina, de esta forma, la
escalera retoma su camino y desciende,
en juguetona paz, a la playa, donde desemboca en una reja de dos hojas, ahí se
representan, a la izquierda, una niña desnuda; a la derecha, un niño, también
desnudo, y ambos, jugando, se lanzan chorros de agua.
Sonidos extraños, emitidos
desde lo alto, obligan al espectador a levantar la vista y a observar cómo el
puente, con un rechinar de cadenas, se desploma al extremo de la escalera
truncada. El yo exclama: ¡quiero subir al cielo! Sólo, como respuesta, el
crujir de los eslabones eternamente encadenados exclama: ¡desciende al
infierno!
El cansancio de la
humanidad busca el reposo en el balanceo
de las hamacas. El monótono movimiento arrulla. Los ojos inconscientes se
cierran. El caótico pensamiento desea prolongar la tranquilidad del momento y
no quiere reflexionar en el allá. La suave brisa, húmedo viento, relaja las
tensiones de músculos y de mente. En medio del ensueño, el recuerdo del allá
impone abrir los ojos para confirmar el aquí. La evocación de la multitud se
encuentra en el yo. La voluntad grita: olvida el allá, olvida los fortuitos
apretones en el metro. Una protesta desesperada, firme, surge de las entrañas y
dice: estoy aquí, en el paraíso. El dedo índice oprime el control, abiertos los
ojos, sombrías figuras televisivas se mueven en la pared de mi acantilado.
Alrededor de una hoguera se
mueven hombres y mujeres, ellos y ellas toman asiento en las arenas de la playa,
y, como en momentánea tribu, empiezan a sonar tambores, nacen ritmos primitivos
y aullidos de animales en celo. Las llamas se avivan por mano femenina que
junto con la flama se eleva reptando hacia el infinito. La sombra
increíblemente femenina, inmóvil, despacio se mueve, y en las sinuosidades de
la piedra se deforma, en instantes de
eternidad es bruja de cabellos garabateados por mano de niño travieso, en los
siguientes, es estatua de diosa griega. El cuerpo, con armonía insólita, sigue
el claro sonido de los tambores, por momentos, lento y de pronto des bordador
de cordura. Cuerpo y alma se entregan a la locura del olvido del ayer y del
mañana, viven el presente, el aquí y el ahora. La razón de una lógica absurda
equilibra la pasión El espíritu aprende a volar entre el desenfreno y la
locura. El tiempo trascurre. Los participantes, en inconsciente letargo,
empiezan a bailar y siguen los sones de una música que refleja la felicidad del
paraíso perdido. El yo, encadenado por la voluntad, se desata y baila y grita y
aúlla y suda y busca, en los olores de otro cuerpo, el placer primigenio de una
vida oculta en la semilla. La presión ejercida por el sistema se convierte en
desenfreno de un baile que no llega a
bacanal. Las olas se retiran. El mar calla. El tuntuneo cesa. Los cuerpos
desfallecidos duermen. La naturaleza impone el silencio de ruidos matutinos y
pronto, muy pronto, otro día comienza.
El camioncito parte. Voy
sentado en esta banquita lateral de media nalga y como reloj viejo y sin
cuerda, a cada enfrenón, digo no. Señor, córrase tantito. No, digo sí. ¿Qué
tiraron? Perdone, me empujaron. No se preocupe. No. . . como voy a decir sí,
con esto de la huelga. Que firme aquí, que firme allá. El cheque. ¿Dónde
estarán pagando? Mejor firma el acta de
divorcio. Cálmate, no es para tanto.
Disculpe. Esta mujer gorda casi se sienta en ti, y ni cuenta te das.
Este calorcito y estos perjúmenes. ¿Qué parada es ésta? Tranquilo, tranquilo,
no pasa nada, mejor piensa, sueña que sueñas en la playa. ¿De quién fue invento,
tuyo o de tu mujer? ¿Qué? La playa. ¿Cuál? Mi mujer puso el arbolito de Navidad
en una cazuela vieja cerca de la ventana y quitó el sillón de la sala. -No voy
a poder ver la televisión. -Pon la hamaca en lugar del sillón. -Mejor quito el
árbol seco que pusiste. Y cuando llegué, la hamaca estaba puesta. -Viejito, ya
puse la hamaca, recuéstate en ella. -No. -¿Cómo que no! Algo crujía y a cada
vaivén, limpiaba el piso con el trasero del pantalón. Ja, ja, ¿dónde te
sentaste? Señor, despierte, ya llegamos. ¿Qué? Ya llegamos. ¿A dónde?
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