sábado, 8 de febrero de 2014

Campeche. Sergio Nùñez Guzmàn



CAMPECHE
Sergio Núñez Guzmán
         Agosto 1991

Campeche, ciudad amurallada, ciudad de paz y tranquilidad.

Llegamos a la ciudad de Campeche. La suerte, en el hotel, nos dio un cuarto con vista al mar.

¡Qué extraño despertar! ¡Qué hermoso despertar! Yo no desperté. Mi naturaleza, la naturaleza, despertó en mí. Aquella sombra lentamente recorrida por el rayo del sol que traspasaba la hendidura de la cortina fue subiendo desde los pies de la cama hasta mis manos, que descubiertas por la sábana sintieron una suavísima caricia de calor, un calor casi humano pero más agresivo, contrastante con la frescura del aire acondicionado y de esta manera mis sentidos se convirtieron en conscientes, y así despertar, y con los ojos cerrados me percaté de aquella exhalación dorada que iluminaba la semioscuridad de la habitación. Despertar solitario, despertar sin necesidad de levantarse, despertar de reflexión, despertar de sueño, despertar sin despertar.

Ir a caminar a la playa. El calor tropical que nos hace sudar con el ejercicio. La frescura del mar llevada por ráfagas de viento hace experimentar a mi cuerpo sensaciones nuevas, sensaciones no tenidas, sensaciones no compradas, sensaciones que se quedan y viven en el recuerdo, sensaciones que nos hacen desear el regreso, regreso imposible, pues nuestras raíces están allá, en la contaminación del D. F. que aún, aquí, extraño, ¿por qué lo extraño?, lo terrible es descubrir que muchas veces se vive en el pasado o en el futuro y que seguramente por eso, no se vive en el presente. Me rebelo, quiero gozar estos instantes en los que mi sensibilidad es física y es corporal y el ardor de mi piel goza la desfachatez del sudor. Y me dicen caminas mucho, descansa. Son voces lejanas y sólo me digo cansa tu cuerpo para que descanse tu espíritu. La lucha por la tierra que no posees es de otra índole, es de otra clase.

Surge la necesidad de comer. Ham and eggs. Alguien pregunta ¿por qué no entras al restaurante? Señalo el anuncio del menú hotelero.


Salgo del hotel. La limpieza de las calles es una franca invitación a caminar a través de ellas. Escojo el lado soleado y mi compañera me pregunta por qué. Mi ser se deleita en este ambiente distinto y diferente de contraste total y absoluto con aquel otro que quiero olvidar y no puedo. Las casas de un piso y recién pintadas en sus fachadas lucen la hermosura de otras tonalidades, con otro gusto que asombra y agrada. Casas con medidas distintas a las del departamento donde vivo, allá. Me aturden a mì mismo, algunos detalles que no eran importantes y que ahora lo son, nace una necesidad de explicación. Quiero ser capaz de ver y al observar descubro el contraste entre el aquí y el allá, las casas, esta casa, aquella, son las mismas, albergan al mismo ser humano, y son distintas, ¿en qué?, en sus proporciones. Las puertas abiertas al igual que las ventanas permiten ver amplias estancias con altos techos que automáticamente comparo con  la estrechez de aquellas habitaciones en donde toco el techo con mi brazo extendido. Me doy cuenta y mi pensamiento intenta buscar respuestas en lo existente y en lo inexistente. Y mi existencia... Estoy en una esquina y enfrente está una tienda en donde se venden diferentes artículos, en el refrigerador veo botellas de agua, paso la calle, abro el refrigerador, tomo la botella, la pago y bebo el agua que satisface mi sed. Busco las palabras que puedan trasmitir este íntimo placer de satisfacer la sensación de necesidad física tenida por el cuerpo. Intento decir cómo encontré un gusto no tenido antes al hacer llegar el líquido a las células de mi cuerpo que lo agradecieron. El deleite de satisfacer la sed. El agua, simplemente agua. Cuando escribo estas líneas, trato de encontrar la razón de este recuerdo, y lo único que queda, como una representación inolvidable, es aquel momento de tomar el agua, del gusto del agua y qué agua. ¿En qué está la diferencia?

Camino en esta ciudad amurallada y aunque quiero perderme, no lo logro, pues de una o de otra manera, vuelvo al mismo sitio. ¿Camino en círculos? No, estoy acostumbrado a otras dimensiones, a dimensiones inhumanas, a dimensiones defeñas, y estas dimensiones campechanas son otras, son humanas. El tiempo es un tiempo humano, natural, y... aquel otro, ¿qué tiempo es? Entiendo. Quiero saber qué me pasa. Y cuando intento comprender lo que me sucede, me doy cuenta que mi vivir defeño es un vivir de locura, y el comparar el ayer de allá y el hoy de aquí es mezclar la locura y la cordura, y no quiero saber, porque... es romper con la vida. La vida, ¿qué es la vida? La vida son las raíces,  es  el  D. F. Campeche es el aquí y el ahora que estoy viviendo. Oigo, escucho, en dulce cercanía, carpe diem (goza el día), festina lente (apresúrate lentamente).

Veo una  puerta de dos hojas, una de ellas abierta con un discreto letrero que dice comida naturista. Entramos y un joven muy amable nos pregunta qué deseamos, nos invita a sentarnos en un fresco corredor. Pedimos la ensalada de verduras con yoghurt que se anuncia, y cuando saboreamos estas deliciosas verduras, me repito festina lente y mi compañera me pregunta qué murmuras. Contesto apresúrate lentamente. Sólo dices tonterías. Festina lente. Carpe diem.

Campeche, te dejé añorando la paz, la tranquilidad dadas por el alegre vivir de tus gentes. Campeche, ciudad donde no encontré limosneros. Campeche, ciudad a la que quiero volver para gozar de la provincia mexicana. Adiós Campeche. Pido al Creador me permita volver a verte.

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