CAMPECHE
Sergio
Núñez Guzmán
Agosto 1991
Campeche, ciudad amurallada, ciudad de paz y
tranquilidad.
Llegamos a la ciudad de Campeche. La suerte, en
el hotel, nos dio un cuarto con vista al mar.
¡Qué extraño despertar! ¡Qué hermoso despertar!
Yo no desperté. Mi naturaleza, la naturaleza, despertó en mí. Aquella sombra
lentamente recorrida por el rayo del sol que traspasaba la hendidura de la
cortina fue subiendo desde los pies de la cama hasta mis manos, que
descubiertas por la sábana sintieron una suavísima caricia de calor, un calor
casi humano pero más agresivo, contrastante con la frescura del aire acondicionado
y de esta manera mis sentidos se convirtieron en conscientes, y así despertar,
y con los ojos cerrados me percaté de aquella exhalación dorada que iluminaba
la semioscuridad de la habitación. Despertar solitario, despertar sin necesidad
de levantarse, despertar de reflexión, despertar de sueño, despertar sin
despertar.
Ir a caminar a la playa. El calor tropical que
nos hace sudar con el ejercicio. La frescura del mar llevada por ráfagas de
viento hace experimentar a mi cuerpo sensaciones nuevas, sensaciones no
tenidas, sensaciones no compradas, sensaciones que se quedan y viven en el
recuerdo, sensaciones que nos hacen desear el regreso, regreso imposible, pues
nuestras raíces están allá, en la contaminación del D. F. que aún, aquí,
extraño, ¿por qué lo extraño?, lo terrible es descubrir que muchas veces se
vive en el pasado o en el futuro y que seguramente por eso, no se vive en el
presente. Me rebelo, quiero gozar estos instantes en los que mi sensibilidad es
física y es corporal y el ardor de mi piel goza la desfachatez del sudor. Y me
dicen caminas mucho, descansa. Son voces lejanas y sólo me digo cansa tu cuerpo
para que descanse tu espíritu. La lucha por la tierra que no posees es de otra
índole, es de otra clase.
Surge la necesidad de comer. Ham and eggs.
Alguien pregunta ¿por qué no entras al restaurante? Señalo el anuncio del menú
hotelero.
Salgo del hotel. La limpieza de las calles es
una franca invitación a caminar a través de ellas. Escojo el lado soleado y mi
compañera me pregunta por qué. Mi ser se deleita en este ambiente distinto y
diferente de contraste total y absoluto con aquel otro que quiero olvidar y no
puedo. Las casas de un piso y recién pintadas en sus fachadas lucen la
hermosura de otras tonalidades, con otro gusto que asombra y agrada. Casas con
medidas distintas a las del departamento donde vivo, allá. Me aturden a mì
mismo, algunos detalles que no eran importantes y que ahora lo son, nace una
necesidad de explicación. Quiero ser capaz de ver y al observar descubro el contraste
entre el aquí y el allá, las casas, esta casa, aquella, son las mismas,
albergan al mismo ser humano, y son distintas, ¿en qué?, en sus proporciones.
Las puertas abiertas al igual que las ventanas permiten ver amplias estancias
con altos techos que automáticamente comparo con la estrechez de aquellas habitaciones en
donde toco el techo con mi brazo extendido. Me doy cuenta y mi pensamiento
intenta buscar respuestas en lo existente y en lo inexistente. Y mi existencia...
Estoy en una esquina y enfrente está una tienda en donde se venden diferentes
artículos, en el refrigerador veo botellas de agua, paso la calle, abro el
refrigerador, tomo la botella, la pago y bebo el agua que satisface mi sed.
Busco las palabras que puedan trasmitir este íntimo placer de satisfacer la
sensación de necesidad física tenida por el cuerpo. Intento decir cómo encontré
un gusto no tenido antes al hacer llegar el líquido a las células de mi cuerpo
que lo agradecieron. El deleite de satisfacer la sed. El agua, simplemente
agua. Cuando escribo estas líneas, trato de encontrar la razón de este
recuerdo, y lo único que queda, como una representación inolvidable, es aquel
momento de tomar el agua, del gusto del agua y qué agua. ¿En qué está la
diferencia?
Camino en esta ciudad amurallada y aunque
quiero perderme, no lo logro, pues de una o de otra manera, vuelvo al mismo
sitio. ¿Camino en círculos? No, estoy acostumbrado a otras dimensiones, a
dimensiones inhumanas, a dimensiones defeñas, y estas dimensiones campechanas
son otras, son humanas. El tiempo es un tiempo humano, natural, y... aquel
otro, ¿qué tiempo es? Entiendo. Quiero saber qué me pasa. Y cuando intento
comprender lo que me sucede, me doy cuenta que mi vivir defeño es un vivir de
locura, y el comparar el ayer de allá y el hoy de aquí es mezclar la locura y
la cordura, y no quiero saber, porque... es romper con la vida. La vida, ¿qué
es la vida? La vida son las raíces,
es el D. F. Campeche es el aquí y el ahora que
estoy viviendo. Oigo, escucho, en dulce cercanía, carpe diem (goza el día),
festina lente (apresúrate lentamente).
Veo una
puerta de dos hojas, una de ellas abierta con un discreto letrero que
dice comida naturista. Entramos y un joven muy amable nos pregunta qué
deseamos, nos invita a sentarnos en un fresco corredor. Pedimos la ensalada de
verduras con yoghurt que se anuncia, y cuando saboreamos estas deliciosas
verduras, me repito festina lente y mi compañera me pregunta qué murmuras.
Contesto apresúrate lentamente. Sólo dices tonterías. Festina lente. Carpe
diem.
Campeche, te dejé añorando la paz, la
tranquilidad dadas por el alegre vivir de tus gentes. Campeche, ciudad donde no
encontré limosneros. Campeche, ciudad a la que quiero volver para gozar de la
provincia mexicana. Adiós Campeche. Pido al Creador me permita volver a verte.
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