VILLAHERMOSA
Sergio Núñez
Guzmán
Agosto 1991
La Venta, corazón de Villahermosa, es
un pedazo de selva en medio de la casi urbe. Hay asombro debido a la oposición
dada por la tenue división marcada por una cerca entre un mundo civilizado, la ciudad, y un
mundo original, la selva. Incomprensible esta aglutinación entre las fauces
enormes de grandes colmillos verdosos que se mueven en el fango, enmedio del
húmedo bosque y la presencia de las otras fauces de los gigantescos lagartos
citadinos que vomitan turistas a la entrada de este museo. La capital, como el
estado, es la atracción hacia lo imposible: subir a un elevador que nos conduce
a la cumbre de una torre de cristal, en donde, como en una nave espacial,
podemos admirar el paisaje injurioso de la población y el otro paisaje
lujurioso de la espesura, simbiosis enigmática de lo primitivo con lo
ultramoderno. Síntesis de lo infinito con lo finito, con el árbol gigantesco
que vive cientos de años y con el hombre, ser efímero, que pronto muere, y al
igual que sus obras, termina por desaparecer, y sólo la naturaleza permanece.
La Hermosa Villa rompe el cascarón selvático
que la cubre con el anestesiado falo surgido de la acuosa fértil tierra de su
museo de la Venta. Y desde el allá, negras torres penetran su vientre en busca
de copias convertidas en contaminación que alumbran el futuro del hombre.
Riqueza y pobreza manifestadas en el paisaje del territorio. Fuego ardiente de
la ilusión expresada en su malecón, donde ellas y ellos coquetean con el ardor
que da vida al hombre.
Veíamos, desde los múltiples ojos bizcos del
gusano volátil que hacía muchas horas nos había devorado, la obscuridad hecha
más negra por los altos matorrales que bordeaban la carretera. Luces de
principiante rojo penetraban los huecos dejados por los árboles y campos
autónomos con sombras prisioneras forjaban figuras fantásticas que se
convertían en ángeles o demonios sin
saber por qué. Un púrpura intenso subrayó la negrura de un espacio libre de
otras luces y la sorpresa estaba en el fondo marcado por la furia del
contraste, cuando se añadió el sentir humano al vivir nocturno. Los orgasmos de
diablos engendradores del oro negro se hacían presentes en la llamas de
los pozos petroleros que alumbran la enajenación.
El veloz correr del ventrudo ser hace
contemplar al viajero trasnochador los espasmos de súcubos que enrojecen la
oscuridad del espíritu. Íncubos procreadores de obscuro bienestar contaminan la inocencia de la selva
primigenia y con su ambición, la blancura de los cielos. Y el pasajero azorado
contempla, busca en sì mismo la explicación para aquellas desigualdades que no
logra comprender.
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