domingo, 9 de febrero de 2014

Villa Hermosa. Sergio Nùñez Guzmàn



VILLAHERMOSA
Sergio Núñez Guzmán
         Agosto 1991

         La Venta, corazón de Villahermosa, es un pedazo de selva en medio de la casi urbe. Hay asombro debido a la oposición dada por la tenue división marcada por una cerca  entre un mundo civilizado, la ciudad, y un mundo original, la selva. Incomprensible esta aglutinación entre las fauces enormes de grandes colmillos verdosos que se mueven en el fango, enmedio del húmedo bosque y la presencia de las otras fauces de los gigantescos lagartos citadinos que vomitan turistas a la entrada de este museo. La capital, como el estado, es la atracción hacia lo imposible: subir a un elevador que nos conduce a la cumbre de una torre de cristal, en donde, como en una nave espacial, podemos admirar el paisaje injurioso de la población y el otro paisaje lujurioso de la espesura, simbiosis enigmática de lo primitivo con lo ultramoderno. Síntesis de lo infinito con lo finito, con el árbol gigantesco que vive cientos de años y con el hombre, ser efímero, que pronto muere, y al igual que sus obras, termina por desaparecer, y sólo la naturaleza permanece.

La Hermosa Villa rompe el cascarón selvático que la cubre con el anestesiado falo surgido de la acuosa fértil tierra de su museo de la Venta. Y desde el allá, negras torres penetran su vientre en busca de copias convertidas en contaminación que alumbran el futuro del hombre. Riqueza y pobreza manifestadas en el paisaje del territorio. Fuego ardiente de la ilusión expresada en su malecón, donde ellas y ellos coquetean con el ardor que da vida al hombre.

Veíamos, desde los múltiples ojos bizcos del gusano volátil que hacía muchas horas nos había devorado, la obscuridad hecha más negra por los altos matorrales que bordeaban la carretera. Luces de principiante rojo penetraban los huecos dejados por los árboles y campos autónomos con sombras prisioneras forjaban figuras fantásticas que se convertían en ángeles o demonios  sin saber por qué. Un púrpura intenso subrayó la negrura de un espacio libre de otras luces y la sorpresa estaba en el fondo marcado por la furia del contraste, cuando se añadió el sentir humano al vivir nocturno. Los orgasmos de diablos engendradores del oro negro se hacían presentes en la llamas de los  pozos petroleros  que alumbran la enajenación.

El veloz correr del ventrudo ser hace contemplar al viajero trasnochador los espasmos de súcubos que enrojecen la oscuridad del espíritu. Íncubos procreadores de obscuro bienestar  contaminan la inocencia de la selva primigenia y con su ambición, la blancura de los cielos. Y el pasajero azorado contempla, busca en sì mismo la explicación para aquellas desigualdades que no logra comprender.

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