PUEBLO
DE PESCADORES
Sergio
Núñez Guzmán
Agosto 1991
Se dijo que pernoctaríamos en una cabaña de
pescadores. Llegamos a medio día al pueblo perdido en la costa oaxaqueña,
después de muchas horas de camión, cansados y sudorosos, bajamos. En plena
calle, sobre una destartalada mesa, un enorme botellón sudaba lágrimas de frío.
Fuimos a tomar agua fresca. Pregunté si era de jamaica y dijeron que sí. Al
primer trago, sentí un sabor extraño, volví a preguntar si efectivamente
aquella agua fresca era de jamaica. La vendedora mostrándome una bolsita dijo
"sí, mire, aquí está el sobre de . . ." Estar en la tierra donde se cosecha la
jamaica y probar agua endulzada con tintura made in . . .
Anochecía, el cansancio nos invadía. Se asignó
a cada uno de nosotros, la cabaña del pescador en donde íbamos a pasar la
noche. Quise tomar un regaderazo y esperé a que llenaran el tinaco: un bote
alcoholero, de donde salía la manguera conectada a la regadera que, con sus
llaves totalmente abiertas, repentinamente, dejaba escapar un chorro de agua y
que, al cabo de una meada de gato, se terminaba. Hubiera preferido ir al río
que pasaba al lado de la cabaña que era el cuarto de baño.
Sorpresa tras sorpresa. Se avisó que habría una
boda de extranjeros al estilo del pueblo. ¿De extranjeros? Sí, europeos. No, de
una güera con un mexicano. ¿Si?
Efectivamente, hubo boda. ¡Pero què boda! El
banquete se realizó al anochecer, en la playa, sin luz eléctrica, bajo pabellones
al estilo de las películas hollywoodenses que describen las tiendas árabes o
los cuentos de las mil y una noches. El sitio del banquete se delimitaba por
mojones que marcaban la frontera entre el espacio de acá y el espacio de allá.
Estos mojones eran unos cirios enormes, pero no de iglesia, sino pequeñas
grandes columnas esculpidas unas y otras al estilo barroco, todas distintas,
con gruesos pabilos que encendidos despedían una luz más luminosa que un foco;
un fuego que no despedía humo. Aquel borrachito, viejo marinero, aseguraba que
las velas eran de grasa de ballena. Si esto era lo que se quemaba, era casi
imposible adivinar lo que comían los distintos grupos de europeos. Se veían
toda clase de botellas de vinos, de licores, de bebidas, todo, con marcas
ilegibles para nosotros.
En las esquinas de aquel palacio ambulante,
estaban algunos habitantes del lugar repartiendo caguamas a todos los que se
acercaban a pedirlas.
De algún coche empezó a desprenderse la música:
primero, de un vals vienés que diferentes parejas de extranjeros bailaron;
parejas de viejos que, sin chiste, se arrastraban por la arena y en la
semiobscuridad, aquellas flácidas carnes intentaban esfuerzos de juventud;
después, empezó a escucharse un son local y, los pocos hombres morenos
empezaron a invitar a las jóvenes güeras a bailar. El ritmo era cada vez más
cadencioso y más alentador, la mujer, provocativa, se dejaba llevar, permitía
caricias prohibidas, el latino, alentado, redoblaba esfuerzos. El borrachito, que durante un buen
rato había hablado barbaridades, diciendo, que al fin y al cabo, esos carbones
güerejos no lo entendían, dijo " mexicanitos, para que las calientan si
ellos las enfrían". Y el otro, "calentamos el agua para que otro se
bañe con ella".
Se había hecho noche, los rubios, bien
borrachos, parloteaban, gritaban, discutían o gemían y, en sus manoseos,
tiraban botellas, copas, platos con comida o simplemente, aquello que les
estorbaba, lo dejaban sobre el piso. Circulaban perros debajo de las mesas y
los güeros con un grito y una patada intentaban alejarlos, cuando los perros
empezaron a sacar platos íntegros de comida, entonces... los niños, también...
circularon por debajo de las mesas...
también recibieron alguna patada. No aullaron, guardaron silencio, y salían,
contentos, con su plato de comida. No sabían qué era, pero la devoraban, y,
alguno, que ya se había hartado, dijo, con desprecio, que no le había gustado.
El borrachito repetía "pinches gringos ¿por qué vienen a casarse aquí, por
qué vienen a pisotear a mis hijos y a mis perros?" Y alguien contestó
"porque con cien dólares compran todo el
pueblo".
Aquella tarde habíamos intentado comer pescado
en ese mismo lugar, simplemente, se nos había negado y, entonces, comprendí
el porqué de aquella expresión: "si
no tienen billete verde, no hay
comida".
Anochecía, el cansancio nos invadía. Se asignó
a cada uno de nosotros, la cabaña del pescador en donde íbamos a pasar la
noche. Quise tomar un regaderazo y esperé a que llenaran el tinaco: un bote
alcoholero, de donde salía la manguera conectada a la regadera que, con sus
llaves totalmente abiertas, dejaba escapar repentinamente un chorro de agua y
que, al cabo de una meada de gato, se terminaba. Hubiera preferido ir al río
que pasaba al lado de la cabaña que era el cuarto de baño. Lo mejor de todo
esto sucedió al día siguiente, pues alguno comento que al sentarse en la taza
del excusado, éste relinchó, que ¿por qué? Y vio que sólo estaba sobrepuesto, y
al no equilibrar los pesos nalgatorios, estuvo a punto de caerse. Una vez
pasado el susto, y con aquel quehacer a medio hacer, buscó el papel higiénico y
solamente encontró un libro de texto gratuito de biología, y que tuvo que
limpiarse el trasero con aquel libro de
biología. Alguno de los trabajadores manuales comentó que él buscó entre sus
ropas alguna servilleta para el mismo menester, pero que el libro de matemáticas
que a él le había tocado se lo quería llevar para estudiarlo y aprobar la
materia. Y alguien le preguntó ¿qué hiciste? Ya todos estábamos riendo por
aquello de nalgatorios.
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