sábado, 8 de febrero de 2014

Pueblo de percadores. Sergio Nùñez Guzmàn



PUEBLO DE PESCADORES
Sergio Núñez Guzmán
         Agosto 1991

Se dijo que pernoctaríamos en una cabaña de pescadores. Llegamos a medio día al pueblo perdido en la costa oaxaqueña, después de muchas horas de camión, cansados y sudorosos, bajamos. En plena calle, sobre una destartalada mesa, un enorme botellón sudaba lágrimas de frío. Fuimos a tomar agua fresca. Pregunté si era de jamaica y dijeron que sí. Al primer trago, sentí un sabor extraño, volví a preguntar si efectivamente aquella agua fresca era de jamaica. La vendedora mostrándome una bolsita dijo "sí, mire, aquí está el sobre de . . ."  Estar en la tierra donde se cosecha la jamaica y probar agua endulzada con tintura made in  . . .

Anochecía, el cansancio nos invadía. Se asignó a cada uno de nosotros, la cabaña del pescador en donde íbamos a pasar la noche. Quise tomar un regaderazo y esperé a que llenaran el tinaco: un bote alcoholero, de donde salía la manguera conectada a la regadera que, con sus llaves totalmente abiertas, repentinamente, dejaba escapar un chorro de agua y que, al cabo de una meada de gato, se terminaba. Hubiera preferido ir al río que pasaba al lado de la cabaña que era el cuarto de baño. 

Sorpresa tras sorpresa. Se avisó que habría una boda de extranjeros al estilo del pueblo. ¿De extranjeros? Sí, europeos. No, de una güera con un mexicano. ¿Si?

Efectivamente, hubo boda. ¡Pero què boda! El banquete se realizó al anochecer, en la playa, sin luz eléctrica, bajo pabellones al estilo de las películas hollywoodenses que describen las tiendas árabes o los cuentos de las mil y una noches. El sitio del banquete se delimitaba por mojones que marcaban la frontera entre el espacio de acá y el espacio de allá. Estos mojones eran unos cirios enormes, pero no de iglesia, sino pequeñas grandes columnas esculpidas unas y otras al estilo barroco, todas distintas, con gruesos pabilos que encendidos despedían una luz más luminosa que un foco; un fuego que no despedía humo. Aquel borrachito, viejo marinero, aseguraba que las velas eran de grasa de ballena. Si esto era lo que se quemaba, era casi imposible adivinar lo que comían los distintos grupos de europeos. Se veían toda clase de botellas de vinos, de licores, de bebidas, todo, con marcas ilegibles para nosotros.

En las esquinas de aquel palacio ambulante, estaban algunos habitantes del lugar repartiendo caguamas a todos los que se acercaban a pedirlas.

De algún coche empezó a desprenderse la música: primero, de un vals vienés que diferentes parejas de extranjeros bailaron; parejas de viejos que, sin chiste, se arrastraban por la arena y en la semiobscuridad, aquellas flácidas carnes intentaban esfuerzos de juventud; después, empezó a escucharse un son local y, los pocos hombres morenos empezaron a invitar a las jóvenes güeras a bailar. El ritmo era cada vez más cadencioso y más alentador, la mujer, provocativa, se dejaba llevar, permitía caricias prohibidas, el latino, alentado, redoblaba  esfuerzos. El borrachito, que durante un buen rato había hablado barbaridades, diciendo, que al fin y al cabo, esos carbones güerejos no lo entendían, dijo " mexicanitos, para que las calientan si ellos las enfrían". Y el otro, "calentamos el agua para que otro se bañe con ella".

Se había hecho noche, los rubios, bien borrachos, parloteaban, gritaban, discutían o gemían y, en sus manoseos, tiraban botellas, copas, platos con comida o simplemente, aquello que les estorbaba, lo dejaban sobre el piso. Circulaban perros debajo de las mesas y los güeros con un grito y una patada intentaban alejarlos, cuando los perros empezaron a sacar platos íntegros de comida, entonces... los niños, también... circularon por debajo de las mesas...  también recibieron alguna patada. No aullaron, guardaron silencio, y salían, contentos, con su plato de comida. No sabían qué era, pero la devoraban, y, alguno, que ya se había hartado, dijo, con desprecio, que no le había gustado. El borrachito repetía "pinches gringos ¿por qué vienen a casarse aquí, por qué vienen a pisotear a mis hijos y a mis perros?" Y alguien contestó "porque con cien dólares compran todo el  pueblo".

Aquella tarde habíamos intentado comer pescado en ese mismo lugar, simplemente, se nos había negado y, entonces, comprendí el  porqué de aquella expresión: "si no tienen billete verde,  no hay comida".

Anochecía, el cansancio nos invadía. Se asignó a cada uno de nosotros, la cabaña del pescador en donde íbamos a pasar la noche. Quise tomar un regaderazo y esperé a que llenaran el tinaco: un bote alcoholero, de donde salía la manguera conectada a la regadera que, con sus llaves totalmente abiertas, dejaba escapar repentinamente un chorro de agua y que, al cabo de una meada de gato, se terminaba. Hubiera preferido ir al río que pasaba al lado de la cabaña que era el cuarto de baño. Lo mejor de todo esto sucedió al día siguiente, pues alguno comento que al sentarse en la taza del excusado, éste relinchó, que ¿por qué? Y vio que sólo estaba sobrepuesto, y al no equilibrar los pesos nalgatorios, estuvo a punto de caerse. Una vez pasado el susto, y con aquel quehacer a medio hacer, buscó el papel higiénico y solamente encontró un libro de texto gratuito de biología, y que tuvo que limpiarse  el trasero con aquel libro de biología. Alguno de los trabajadores manuales comentó que él buscó entre sus ropas alguna servilleta para el mismo menester, pero que el libro de matemáticas que a él le había tocado se lo quería llevar para estudiarlo y aprobar la materia. Y alguien le preguntó ¿qué hiciste? Ya todos estábamos riendo por aquello de nalgatorios.

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