sábado, 8 de febrero de 2014

El caminero. Sergio Nùñez Guzmàn



EL CAMINERO
Sergio Núñez Guzmán
         Agosto 1991

Éramos un grupo de citadinos gozosos de la playa. Conforme cambiaba el color de nuestra piel, así penetrábamos en el mar un poquito más, sin rebasar la línea invisible de la certidumbre que da tocar el fondo. De pronto obscureció y las olas crecieron, pero siempre precavidos salimos a la seguridad de la orilla, corrimos a las palapas pues la lluvia arreció, ahí, sentimos la fuerza del aire huracanado transformado en gruesas gotas que al mojarnos, nos azotaban, nos obligaban a buscar la protección de la ropa. Las olas tenían tal fuerza, que al romper en las rocas la blancura de la espuma desprendida todo lo cubría. Se tomaban los manteles de las mesas para arropar a niñas asustadas y niños temerosos, que lloraban y gritaban pidiendo la ayuda de las madres desesperadas. Empezamos a subir hacia donde estaba el camión, pues buscábamos no solamente el refugio del ventrudo ser, sino las alturas a donde el mar no podía llegar. El viento hacía aullar a los gigantes de la selva, doblaba las enormes y fuertes ramas que suplicaban ayuda, después  los desgajaba, los despedazaba, los ponía de cabeza.

Mis ojos, desorbitados, veían y admiraban la novedad de un mundo que me pareció dantesco.

Alguien faltaba. Surgía la desesperación. Mujeres y niños expresaban su temor con lágrimas en los ojos. Las pequeñas abrazadas al regazo materno pedían que nos fuéramos. –Sì aquí estás. ¿Por qué te escondiste?

Nuestra incapacidad para comprender y contemplar un espectáculo nunca visto por nuestros ojos defeños, nos obligaba a huir ante la grandiosidad de los fenómenos naturales.

El autobús, con su acogedor vientre y una música suave y un caminar lento,  aunque por algunos momentos, angustioso, empezó a recorrer la carretera; parecía que las ráfagas de viento lo detenían y con groseros mugidos avanzaba demandando el amparo de las alturas y de la cañada que lo cubría del viento y de la lluvia. Vinieron las pláticas, los comentarios chuscos. El autobús siguió su camino. Se substituyó la música por la película, hubo silencio y, de vez en cuando, alguna risa por lo que sucedía en el televisor. El aire acondicionado, la tranquilidad y la confianza constituían un mundo ajeno y diferente al otro que rodeaba a este increíble ser mecánico que nos protegía.

Era de noche, aparentemente, el aire huracanado había cesado; sin embargo, la lluvia que había sido fuerte no cesaba y podíamos asegurar que aumentaba. Los vidrios estaban totalmente empañados, no se veía fuera, únicamente en el frente ojos inhumanos lanzaban rayos de luz que no penetraban la lluvia. El chofer conducía, tal vez, más por instinto que por visión del camino. La larga película había terminado. El tintineo de la lluvia que golpeaba el autobús nos arrullaba y, plácidamente algunos dormitaban tratando de olvidar el miedo y el temor que había provocado el huracán que no terminaba.

Ya estábamos muy lejos del mar pero la selva engullía las sombras proyectadas por un relámpago que me hizo abrir los ojos. Todo era obscuridad dentro, al quitar el vaho que oscurecía el cristal de la ventanilla, me sorprendió la fuerza de la tormenta que impedía ver el margen arbóreo de la carretera. El autobús no se movía. Fui al frente, el chofer en su sitio vigilaba y alerta, al escuchar mis pasos, volteó al tiempo que yo preguntaba por qué estábamos detenidos. Su respuesta fue encender los faros del autobús, sólo pude ver a menos de un metro un trailer detenido.

-Parece que la carretera se cortó, al menos, eso dijo alguien que pasó por aquí hace rato.
-¿Usted no ha bajado a confirmarlo?.
         -Con esta lluvia, imposible.
         -Abra la puerta, quiero ver que está pasando.
         -¿Está seguro?, pues es peligroso salir.
-Ábrala.


Al salir, inmediatamente, la lluvia me mojó de pies a cabeza. Mi cuerpo no protestó, por el contrario, un calor húmedo y agradable me invadió. En medio de la obscuridad intenté caminar. ¿A dónde? El cielo se iluminó por un instante, aquel rayo me ensordecía pero me permitía ver, en un fondo infinito, sombras gigantescas y otras pequeñitas que se sostenían en dos casi invisibles puntos caminaban hacia el amparo de un promontorio, a un lado, las luces,  líneas que pintaban la obscuridad de la noche, marcaban el lugar adonde dirigirse. La lluvia, la lluvia... me seguía empapando, qué inesperado placer respirar en aquella agua tibia, en aquel baño no deseado que oxigenaba mi piel, mi cuerpo. Poco a poco empezaron a surgir figuras de titanes y de cíclopes que se movían lentamente, pero seguros, en aquel cuadro semejante a la fábrica de Vulcano. Luz y obscuridad iban delimitando las figuras conforme me acercaba.

El ruido era el rugir de un ser caótico, lleno de furia, que no aceptaba la minúscula presencia de seres humanos. El río lanzaba la cólera de sus aguas contra los muros hechos por el hombre. El rugido del monstruo indomado competía con el bramar y el ronroneo de los gigantes mecánicos. Sinfonía infernal en donde se imponía el ritmo de los seres mitológicos enfrentados a las aguas del Averno que corrían en el fondo del abismo, todo lo arrastraban, y con gigantesca mordida se habían llevado un enorme trozo de carretera.

El cíclope mecánico domesticaba el caos con sus ojos. El único brazo que poseía, con deformes y mutilados dedos, levantaba montañas. El enorme dromedario acerado, con sus dos terrunas jorobas, caminaba enronquecido para depositar las montañas al borde del precipicio. Otro atronante titán se aproximaba con un lento caminar, con un temeroso brazo, intentaba acercar las montañas para que cayeran al abismo. El desconfiado empujón no lograba su cometido, sólo por la amenaza de aquel minúsculo ser, hormiga entre gigantes, era obligado a acercarse más, más, más, para que la tierra se desplomara al Orco e impusiera barrotes de barro a la bestia rugiente. El arañado brazo, en el punto crítico, paralizado por el temor a caer en la sima, se detenía antes de tiempo; entonces, aquel hombrecito, al borde del despeñadero, lanzaba injuriosos y encolerizados gritos con los que despertaba el enojo del otro, dueño del titánico y miedoso brazo. Admiraba, desde una distancia protectora, el enfrentamiento de uno y otro con el poderoso río.

Todo sucedía con tal rapidez que no podía comprender la existencia de otros mundos tan diferentes al mío. Aquellos hombres estaban dispuestos a ir a cualquier sitio, a cualquier hora, a jugarse la vida, a triunfar sobre la naturaleza, así sobrevivían y quería entender porqué lo hacían y yo y nosotros, desde el amparo de nuestra posición, seríamos capaces de hacer aquella tarea. Seguramente no. Y ellos... tal vez ni siquiera sabrían de la existencia de nuestro mundo, de la contaminación de la civilización. Sentí deseos de ser parte de la creación, hombre capaz de amansar la naturaleza.
Las grandes máquinas no cesaban en su labor, pronto se unió uno y otro lado del precipicio. La máquina triunfante, con largo mugido, pasó de un extremo a otro, sin depositar montones de tierra, sólo mordiendo parte del civilizado asfalto que había sido arrancado por fuerzas primigenias. Empezó, como en un segundo parto, a dar término a la cuneta iniciada en el extremo anterior. Su sonido era distinto, se convirtió en un ronroneo de alegres intervalos marcadores de una sinfonía humana. 

El primero en cruzar fue aquel minúsculo ser, aquel hombre, que con un aullido de animal satisfecho creció, creció hasta convertirse en el cíclope, en el titán del espíritu humano capaz de vencer imposibles. Ese hombre con su valor y osadía había vencido a la bestia rugiente, la había domado, había separado las aguas de la tierra, había triunfado. Nuestras miradas se cruzaron. Su franco y alegre gesto me hizo sonreír y así, yo también compartí la dignidad humana con un grito de gozo. Tal vez, sólo yo había sido testigo del enorme esfuerzo de estos trabajadores anónimos. Admiración y respeto surge desde el fondo del espíritu para estos esforzados hombres.

Volví al autobús, el chofer adormilado despertó por mis gritos y por el ruido del trailer que ya echaba a andar sus motores. La seguridad dada por el trailer al pasar el vado dio la tranquilidad suficiente para hacer lo mismo, de esta manera, nuestro camioncito  también cruzó.
Entender lo que había pasado implicaba entender que las fuerzas de la naturaleza pueden imponerse al hombre en cualquier momento y en cualquier lugar y que, la única respuesta, será la inteligencia y el ingenio del hombre, único, capaz de vencer.      

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