EL CAMINERO
Sergio
Núñez Guzmán
Agosto 1991
Éramos un grupo de citadinos gozosos de la
playa. Conforme cambiaba el color de nuestra piel, así penetrábamos en el mar
un poquito más, sin rebasar la línea invisible de la certidumbre que da tocar
el fondo. De pronto obscureció y las olas crecieron, pero siempre precavidos
salimos a la seguridad de la orilla, corrimos a las palapas pues la lluvia
arreció, ahí, sentimos la fuerza del aire huracanado transformado en gruesas
gotas que al mojarnos, nos azotaban, nos obligaban a buscar la protección de la
ropa. Las olas tenían tal fuerza, que al romper en las rocas la blancura de la
espuma desprendida todo lo cubría. Se tomaban los manteles de las mesas para
arropar a niñas asustadas y niños temerosos, que lloraban y gritaban pidiendo
la ayuda de las madres desesperadas. Empezamos a subir hacia donde estaba el
camión, pues buscábamos no solamente el refugio del ventrudo ser, sino las
alturas a donde el mar no podía llegar. El viento hacía aullar a los gigantes
de la selva, doblaba las enormes y fuertes ramas que suplicaban ayuda,
después los desgajaba, los despedazaba,
los ponía de cabeza.
Mis ojos, desorbitados, veían y admiraban la
novedad de un mundo que me pareció dantesco.
Alguien faltaba. Surgía la desesperación.
Mujeres y niños expresaban su temor con lágrimas en los ojos. Las pequeñas
abrazadas al regazo materno pedían que nos fuéramos. –Sì aquí estás. ¿Por qué
te escondiste?
Nuestra incapacidad para comprender y
contemplar un espectáculo nunca visto por nuestros ojos defeños, nos obligaba a
huir ante la grandiosidad de los fenómenos naturales.
El autobús, con su acogedor vientre y una
música suave y un caminar lento, aunque
por algunos momentos, angustioso, empezó a recorrer la carretera; parecía que
las ráfagas de viento lo detenían y con groseros mugidos avanzaba demandando el
amparo de las alturas y de la cañada que lo cubría del viento y de la lluvia.
Vinieron las pláticas, los comentarios chuscos. El autobús siguió su camino. Se
substituyó la música por la película, hubo silencio y, de vez en cuando, alguna
risa por lo que sucedía en el televisor. El aire acondicionado, la tranquilidad
y la confianza constituían un mundo ajeno y diferente al otro que rodeaba a
este increíble ser mecánico que nos protegía.
Era de noche, aparentemente, el aire huracanado
había cesado; sin embargo, la lluvia que había sido fuerte no cesaba y podíamos
asegurar que aumentaba. Los vidrios estaban totalmente empañados, no se veía
fuera, únicamente en el frente ojos inhumanos lanzaban rayos de luz que no
penetraban la lluvia. El chofer conducía, tal vez, más por instinto que por
visión del camino. La larga película había terminado. El tintineo de la lluvia
que golpeaba el autobús nos arrullaba y, plácidamente algunos dormitaban
tratando de olvidar el miedo y el temor que había provocado el huracán que no
terminaba.
Ya estábamos muy lejos del mar pero la selva
engullía las sombras proyectadas por un relámpago que me hizo abrir los ojos.
Todo era obscuridad dentro, al quitar el vaho que oscurecía el cristal de la ventanilla,
me sorprendió la fuerza de la tormenta que impedía ver el margen arbóreo de la
carretera. El autobús no se movía. Fui al frente, el chofer en su sitio
vigilaba y alerta, al escuchar mis pasos, volteó al tiempo que yo preguntaba
por qué estábamos detenidos. Su respuesta fue encender los faros del autobús,
sólo pude ver a menos de un metro un trailer detenido.
-Parece que la carretera se cortó, al menos,
eso dijo alguien que pasó por aquí hace rato.
-¿Usted no ha bajado a confirmarlo?.
-Con esta lluvia, imposible.
-Abra la puerta, quiero ver que está
pasando.
-¿Está seguro?, pues es peligroso
salir.
-Ábrala.
Al salir, inmediatamente, la lluvia me mojó de
pies a cabeza. Mi cuerpo no protestó, por el contrario, un calor húmedo y
agradable me invadió. En medio de la obscuridad intenté caminar. ¿A dónde? El
cielo se iluminó por un instante, aquel rayo me ensordecía pero me permitía
ver, en un fondo infinito, sombras gigantescas y otras pequeñitas que se
sostenían en dos casi invisibles puntos caminaban hacia el amparo de un
promontorio, a un lado, las luces,
líneas que pintaban la obscuridad de la noche, marcaban el lugar adonde
dirigirse. La lluvia, la lluvia... me seguía empapando, qué inesperado placer
respirar en aquella agua tibia, en aquel baño no deseado que oxigenaba mi piel,
mi cuerpo. Poco a poco empezaron a surgir figuras de titanes y de cíclopes que
se movían lentamente, pero seguros, en aquel cuadro semejante a la fábrica de
Vulcano. Luz y obscuridad iban delimitando las figuras conforme me acercaba.
El ruido era el rugir de un ser caótico, lleno
de furia, que no aceptaba la minúscula presencia de seres humanos. El río
lanzaba la cólera de sus aguas contra los muros hechos por el hombre. El rugido
del monstruo indomado competía con el bramar y el ronroneo de los gigantes
mecánicos. Sinfonía infernal en donde se imponía el ritmo de los seres
mitológicos enfrentados a las aguas del Averno que corrían en el fondo del
abismo, todo lo arrastraban, y con gigantesca mordida se habían llevado un
enorme trozo de carretera.
El cíclope mecánico domesticaba el caos con sus
ojos. El único brazo que poseía, con deformes y mutilados dedos, levantaba
montañas. El enorme dromedario acerado, con sus dos terrunas jorobas, caminaba
enronquecido para depositar las montañas al borde del precipicio. Otro
atronante titán se aproximaba con un lento caminar, con un temeroso brazo,
intentaba acercar las montañas para que cayeran al abismo. El desconfiado
empujón no lograba su cometido, sólo por la amenaza de aquel minúsculo ser,
hormiga entre gigantes, era obligado a acercarse más, más, más, para que la
tierra se desplomara al Orco e impusiera barrotes de barro a la bestia
rugiente. El arañado brazo, en el punto crítico, paralizado por el temor a caer
en la sima, se detenía antes de tiempo; entonces, aquel hombrecito, al borde
del despeñadero, lanzaba injuriosos y encolerizados gritos con los que
despertaba el enojo del otro, dueño del titánico y miedoso brazo. Admiraba,
desde una distancia protectora, el enfrentamiento de uno y otro con el poderoso
río.
Todo sucedía con tal rapidez que no podía
comprender la existencia de otros mundos tan diferentes al mío. Aquellos
hombres estaban dispuestos a ir a cualquier sitio, a cualquier hora, a jugarse
la vida, a triunfar sobre la naturaleza, así sobrevivían y quería entender
porqué lo hacían y yo y nosotros, desde el amparo de nuestra posición, seríamos
capaces de hacer aquella tarea. Seguramente no. Y ellos... tal vez ni siquiera
sabrían de la existencia de nuestro mundo, de la contaminación de la
civilización. Sentí deseos de ser parte de la creación, hombre capaz de amansar
la naturaleza.
Las grandes máquinas no cesaban en su labor,
pronto se unió uno y otro lado del precipicio. La máquina triunfante, con largo
mugido, pasó de un extremo a otro, sin depositar montones de tierra, sólo
mordiendo parte del civilizado asfalto que había sido arrancado por fuerzas
primigenias. Empezó, como en un segundo parto, a dar término a la cuneta
iniciada en el extremo anterior. Su sonido era distinto, se convirtió en un
ronroneo de alegres intervalos marcadores de una sinfonía humana.
El primero en cruzar fue aquel minúsculo ser,
aquel hombre, que con un aullido de animal satisfecho creció, creció hasta
convertirse en el cíclope, en el titán del espíritu humano capaz de vencer
imposibles. Ese hombre con su valor y osadía había vencido a la bestia
rugiente, la había domado, había separado las aguas de la tierra, había
triunfado. Nuestras miradas se cruzaron. Su franco y alegre gesto me hizo
sonreír y así, yo también compartí la dignidad humana con un grito de gozo. Tal
vez, sólo yo había sido testigo del enorme esfuerzo de estos trabajadores
anónimos. Admiración y respeto surge desde el fondo del espíritu para estos
esforzados hombres.
Volví al autobús, el chofer adormilado despertó
por mis gritos y por el ruido del trailer que ya echaba a andar sus motores. La
seguridad dada por el trailer al pasar el vado dio la tranquilidad suficiente
para hacer lo mismo, de esta manera, nuestro camioncito también cruzó.
Entender lo que había pasado implicaba entender
que las fuerzas de la naturaleza pueden imponerse al hombre en cualquier
momento y en cualquier lugar y que, la única respuesta, será la inteligencia y
el ingenio del hombre, único, capaz de vencer.
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