EL PESCADOR
Sergio
Núñez Guzmán
Agosto 1991
El pescador estaba de pie, solitario, en
aquellas rocas salidas del mar. Otros hombres, desde la seguridad de sus pies
puestos sobre la arena, lanzaban sus anzuelos, esperaban pescar. Se podía ver
que la pesca para ellos era solamente un placer, un perder el tiempo, un ir a
tomar el sol, un ir a ver a las mujeres semi desnudas de la playa.
El singular hombre quemado, requemado por el
sol, tenía la piel más que morena y, cubierto por un calzón descolorido,
sostenía en sus manos una pequeña tabla, donde enrollaba un hilo plástico que
le servía de anzuelo; al verlo, esperábamos que lo lanzara desde el amparo de
los peñascos; sin embargo, prácticamente desnudo y con aquel hilo, se lanzó a
las olas, empezó a nadar y, habiendo rebasado con mucho la distancia a la que
llegaban los anzuelos arrojados desde tierra, principió a desenrollar el
cordelito de pescar y al estilo vaquero lo lanzó por encima de su cabeza, lo
más lejos que pudo. No tardó en sentir que un pez había picado, luchaba con él.
Desde otras peñas podíamos imaginar que se trataba de un pez grande. El pez
jalaba al pescador, lo alejaba de la playa. El pescador intentaba enrollar el
hilillo, era imposible, el pez ganaba la partida, huía a mar abierto. El hombre
vió una barca salvadora, anclada pero desviada del camino seguido por el pez.
El enfrentamiento cambió de tono, aparentemente, el pescador dejaba ir al pez.
Él sabía su quehacer. Se podía suponer que el pez, al sentir la cuerda floja,
empezó a ceder y a nadar en círculos. El pescador, finalmente, llegó a la
lancha anclada y comenzó otra lucha, poder alcanzar el borde de la embarcación
para subir a ella, intentó servirse del oleaje que lo elevaba, pero, ni así
lograba tocar el borde salvador. El pez retornó al combate, volvió a jalar al
pescador, con certeza, surgió la
desesperación. Desde las peñas se veía como el hombre luchaba por sobrevivir.
Yo traté de entender cómo ese hombre se
adueñaba de un mundo tan hostil y, al mismo tiempo, reflexionaba en que si el
pescador me preguntaba cómo sobrevivía yo en el mío, seguramente él, no lo iba
a comprender, pues si le digo que vivo de esto, del cuento, no lo iba a creer.
El pescador se dejaba llevar nuevamente por el
pez, y yo pensé por qué. Comprendí que la salvación estaba en la cadena del
ancla. Logró tomar la cadena salvadora, y, con un fuerte jalón al cordel,
consiguió asir al mismo tiempo la cadena y la cuerda del anzuelo, así, dejó
libre la otra mano, con la cual se elevó y logró subir a la cubierta de aquel
barquito; ya, ahí, sacó el pescado que, a pesar de la distancia, vi enorme.
Seguro, otra vez, se lanzó al agua, llegó a la playa y orgullosamente se
dirigió a sus compañeros que con envidia veían al pescador y el pescado.
Todo fue natural, real, verdadero, sencillo.
Sólo el artificio de estas vanas palabras pueden dar una imagen del valor, de
la sinceridad, de la honestidad de aquel ser humano que como todo hombre es
digno de reconocimiento y admiración.
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