MÉRIDA
Sergio
Núñez Guzmán
Agosto 1991
Mérida, ciudad infectada del loco vivir. Gente
corriendo, camiones, coches, casi otro D. F.
Mérida, sus gentes, mujeres de maternales
caderas seguidas por tres, cuatro o no sé cuántos hijos, niños con rostros
contrastantes, con rostros morenos y rostros rubios, niños con cabezas
alargadas, dolicocéfalos europeos, y niños de cabezas cuadradas, braquicéfalos
americanos. Niños y niñas que como flores en germen van surgiendo a la vida con
las gracias de su naturaleza. Parejas en las calles que sorprenden por sus
disimilitudes, mujeres que asombran por sus rostros mayas, ojos casi asiáticos,
de piel blanca que tiende a lo rubio, mujeres que por la exuberancia de sus
senos y amplitud de caderas muestran estrechez de cintura sin serla, mujeres
hechas para un amor que va más allá del acto y que se muestra en los hijos que
las siguen, mujeres de vestidos europeos y de vestidos indígenas, mujeres
hermosas acompañadas por hombres también hermosos pero de facciones toscas que
muestran las irregularidades de una raza y uno se pregunta qué raza.
La presencia del turista o de la
turistas atrapados por la magia de la península, seguramente, aquí está
presente. ¿Quién no se enamora de esta tierra del buen vivir?
Ahora, cuando escribo estas líneas, me veo
sentado en aquellos portales donde saboreé la nieve de guanábana, la nieve de
coco, la nieve de mamey, por las cuales, según mi compañera, sería capaz de
volver a Mérida. Yo me cuestiono si es sólo por la nieve y contesto que
volvería por aquel pasar el tiempo saboreando y dando gusto a los sentidos. Por
el deleite de esos anocheceres de serenata en parte concierto popular y en
parte ballet, pero, en ballet nuestro, ballet convertido en los bailables de
nuestra tierra mexicana. Atardeceres en donde se goza la frescura que trae el
crepúsculo en contraste con el calor de sol guardado en el cuerpo, y ese otro
calor interno que surge como ardiente deseo de posesión de la otra parte que es
mi compañera. Y empieza un bailable en el cual las mujeres y los hombres son la
selección más hermosa y que mejor representa a este pueblo nuestro. Las mujeres
con rostros altivos y sabedoras de sus gracias no se acomplejan ante los
picantes dichos de las bombas yucatecas. Un cuadro de belleza juvenil captado
en el instante de su máxima expresión en donde el acelerado zapateo contrasta
con el delicado acercamiento de un rostro con otro que va en busca de lo
deseado, y que ella evade con un sí lleno de promesas. Y en aquel instante
vuelvo a ser joven, estrecho la mano de mi compañera y ella voltea y parece no
comprender y sin embargo surge una nueva luz en sus ojos. Luz que hace mucho
tiempo no veía. Mérida me has dado momentos que me han hecho volver a vivir, y
desde la soledad de este gentío que es el D. F. te doy las gracias.
¡Qué bellos atardeceres musicales en Mérida! En
ti aprendí que las mejores cosas de la vida son gratuitas.
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