LA NEGRITA
Sergio Núñez
Guzmán
Agosto 1991
El camión se detuvo en el margen de aquella
laguna, después del regateo con el lanchero abordamos la frágil embarcación,
empezamos a surcar las aguas. El espacio y el tiempo adquieren distinta
dimensión. La mente del citadino choca con la soledad, la carencia de población
y de casas. Nuestra mente, nuestra imaginación, está sobrepoblada y, en medio
de esta laguna, se siente el vértigo de la doble ausencia, de personas y de
edificaciones, por encima de todo, del movimiento. Hay quietud, tranquilidad,
lentitud, no hay, lo que vivimos a todas horas, la multitud, el dinamismo y esa
otra absurda soledad; la soledad en la multitud. Aquí, al cruzar esta laguna,
veo otra soledad.
Surge, de pronto, el recuerdo reciente de la
sonrisa de unos buenos días de alguien que no conocía y que yo contesté de
igual manera. Me pregunto, si el
ambiente con su transparencia y limpieza modifica al hombre, de tal modo, que
lo convierte no en lobo sino en su propio hermano.
Sólo el motor del botecito da movimiento a la
tranquilidad. La vista se levanta de las ondas y descubre islas que no son
islas, que son manglares. Nace, en el fondo del cuadro, una especie de colina
que sobrepasa los manglares. Ha de ser una isla habitada, tiene chozas y una
edificación que parece escuela, ¿será escuela? Ni tiempo de averiguarlo.
Se apaga el motor. El encanto del paisaje es
tal que paulatinamente se hace el silencio. Nuestros ojos saborean los
diferentes gustos dados por el verde. La mente acaricia la tersura de las
hojas. Las garzas detenidas en su vuelo con un inmaculado descanso parecen
dormir sobre el azul del infinito. El tronco que flota con aserrados triángulos
se desliza y se hunde manchando de rojo las azuladas aguas. Todo es un sueño
que no se repite y que lo vivo una y otra vez. Estoy aquí y sin embargo, estoy
allá.
El viaje sigue su curso. Visión sin límite. La
línea divisoria entre mar y cielo se pierde. Sólo infinito. Se cambia el rumbo,
se descubre tierra. Llegamos a la playa, bajamos, empezamos a caminar, y como
si fuera magia, aparecen muchos negritos vendedores, todos niños menores de
diez años.
Veo los enormes y hermosos ojos de la niña que
ofrece tamalitos de pescado.
-"Cómpleme señol".
Le preguntó "cómo te llamas".
-"Cómpleme, señol"
-¿Cómo te llamas?.
-Concha.
-¿Qué más?.
-Concha.
-Sólo Concha, ¿y qué más?.
-Concha.
-Sí, Concha, y tu apellido.
El niño que está junto a Conchita dice "me
llamo Pano".
-Y tu apellido.
-¡Pano!
Y la niña más grandecita dice "es que no
tenemos papá".
Sólo aquellas negras que veían la escena, con
el pie, balanceaban la hamaca en que estaban recostadas.
-¿Qué vendes, Conchita?
-Tamaaales de pescao.
-Y, ¿a cómo los das?
-A peso.
-Dame uno. ¡Qué sabroso!
Alguno tomó varios tamales de la cubetita
dejada en el piso.
-¿Por qué lloras, Conchita?
-Porque mi mamá me dio 25 tamales y sólo tengo
18 pesos.
Pensé en el lagarto que había devorado a la
garza.
Alguien le regaló 10 pesos.
-Conchita, ¿sabes leer y escribir?
Bueno... sé escribir pero no leer.
Aquella edificación que pensé era escuela acaso
es fantasía.
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